Un prominente político oficiará de “testigo” del próximo acto electoral en tributo a la gobernabilidad. Si desbrozamos la monserga de su discurso, advertimos que para este encumbrado dirigente la gobernabilidad empieza y termina con la cosecha de una amplia cantidad de legisladores electos, de modo que sus iniciativas y proyectos puedan tener viento a favor cuando deban pasar por el órgano deliberativo.

La voz gobernabilidad ha llegado a nuestras playas en la década del 90 con el catecismo de los organismos internacionales de crédito. El rastreo etimológico nos lleva hasta la palabra griega kubernam, que alude a la acción del timonel. La clase política vernácula la incorporó a su lenguaje discursivo, jugándola como un comodín. Hay gobernantes que la asimilan a la ausencia de trabas o controles que puedan comprometer su poder al que presentan como providencial, fundacional y/o imprescindible.

Cuando todo el sistema político está enmarcado por la perspectiva del “bien común” y el “valor público”, la gobernabilidad que requiere una democracia progresista no se refiere esencialmente a la estabilidad o continuidad del turno oficialista, sino a la capacidad de los gobiernos para conducir los procesos políticos y los actores sociales hacia el desarrollo económico, la equidad y la consolidación de buenas instituciones. Como lo explican los profesores de Puelles y Urzúa, la democracia se debilita y pierde gobernabilidad cuando la ciudadanía llega a la convicción de que ni el interés general ni sus intereses, aspiraciones y valores estarán protegidos sin cambios radicales en el sistema político y el régimen de gobierno.

La gobernabilidad esencial se fortalece y mejora promoviendo la evolución hacia un sistema de representación y participación política que signifique un cambio incremental en la calidad institucional al que seguramente acompañarán mejoras en la renta económica y la cohesión social. No es mucho ni poco lo que puede y debe hacer un gobierno al respecto: implementar procesos electorales limpios y auténticos, acatar y respetar fielmente la Constitución y las leyes, gestionar la cosa pública en forma eficiente y responsable bajo el imperio del servicio a los intereses de la Nación y del pueblo.

Una gobernabilidad fuerte y estructural no la provee la recolección de incondicionales que siguen sumisamente las posiciones del jefe político, sino la creación de las condiciones de integración nacional y social que permitan enfrentar positivamente los retos del mañana.

Hugo Quintana