El Estado argentino, en todos sus niveles, acusa un marcado déficit de gestión; está debilitada su capacidad como planificador, como realizador, como controlador. En este último orden los ejemplos abundan: no puede hacer que se cumpla razonablemente la ley de tránsito para evitar la abrumadora y lamentable accidentalidad; tampoco ha sabido imponer a las empresas beneficiarias de privatizaciones el cumplimiento de sus obligaciones de inversión y de continuidad y calidad del servicio (ahí tenemos el desquicio en que se ha convertido Aerolíneas Argentinas).

Una causa principal de esa falta de capacidad es el languidecimiento persistente del sistema de servicio civil del Estado. No toda la culpa de esta sangría cabe atribuirla al proceso de “ahuecamiento” del Estado que se vivió a partir del inicio de la década del noventa. Ya antes de ello, y aún después, ha sido evidente la incomprensión de la esfera política respecto del papel que cumple, del valor que tiene un régimen de carrera administrativa para el buen gobierno.

La  nueva Confederación de Trabajadores del Estado, en su documento fundacional “Para creer en lo público”, pone de relieve un diagnóstico parecido: “ A esta altura no son pocos los que consideran que la variable determinantes del notorio fracaso en asegurar el fortalecimiento del aparato estatal, expandir la democracia y asegurar el desarrollo para sus pueblos ha sido la ausencia de la institucionalización de un servicio civil de carrera basado en el mérito y que la continuidad de sistemas de empleo público precarizados, de fuerte base clientelar y sometido a la influencia de los partidos políticos, constituye la principal causa del atraso en la modernización  de las administraciones públicas”.

Por servicio civil se entiende un sistema de gestión del empleo público y de los recursos humanos requeridos para el funcionamiento de las organizaciones públicas, que aplica reglas de selección, evaluación y compensación del personal empleado, de manera razonablemente objetiva, con la finalidad de garantizar la vigencia de administraciones públicas profesionales.

La existencia de un servicio civil profesional en la administración del Estado constituye un rasgo de identidad de las democracias avanzadas; allí los nombramientos de naturaleza política están predeterminados y limitados a una franja estrecha del campo total de agentes públicos. En cierto sentido, un servicio civil profesional y meritocrático, una burocracia bien constituida, contribuye a la calidad institucional en la medida que  angosta el margen para la imposición de la debida obediencia hacia órdenes de la jerarquía que, con una mirada objetiva, traslucen una manifiesta ilegalidad o una apropiación privada de los bienes públicos.

Algunos de los ciudadanos que llegan a los altos cargos en la función de gobierno prefieren implantar redes de influencia y de “lealtad personal”, con lo cual trasladan al seno de la organización pública las pautas conductuales de su propio entorno, en lugar de presentarse como un liderazgo inspirador por el ejemplo y la visión, capaz de crear un ambiente de trabajo que promueva la iniciativa, la fidelidad a los programas valiosos y la aplicación leal de las reglas.

La Carta Iberoamericana de Calidad en la Gestión Pública (El Salvador, junio de 2008) contempla dentro del principio de legitimidad democrática “…el ejercicio independiente de una función pública profesional, seleccionada bajo los principios de igualdad, mérito y capacidad, al servicio de un programa de gobierno resultante del proceso democrático”.

La formación de un servicio civil estable, competente e independiente, además de su enorme contribución a la eficacia, la responsabilidad y la integridad de la acción política en el gobierno, estaría favoreciendo el surgimiento de una práctica de lucha partidaria basada en el debate público de ideas y propuestas y no en expectativas de captura partidaria del aparato administrativo del Estado. Esto, con ser una reforma necesaria para erradicar, o al menos reducir drásticamente, los vicios del clientelismo y politización de la alta burocracia, no es todo lo suficiente que hace falta hacer para lograr una administración pública que entienda y atienda las demandas sociales preferentes. Se requiere, además, la introducción de cambios en normas, sistemas y diseños que lleven a la instauración de un estilo de función pública orientada a la creación de valor social, a la implantación de redes de controles internos y externos, independientes y estables, y de la rendición de cuentas por resultados, y a la apertura de los negocios públicos al escrutinio ciudadano.