El tren ha sido un escenario y protagonista principal en mucha obra literaria. Ahí están, como ejemplos, el “Asesinato en el Expreso de Oriente”, la famosa novela de Agatha Cristie, “El tren pasa primero” de Elena Paniatowska, “Ventajas de viajar en tren” de Antonio Orejudo Utrilla. Es que el tren brinda un marco, ámbito y “clima” propicios para la imaginación y la fantasía. Desde luego que no deben tener la misma sensación los contemporáneos y sufridos usuarios de los trenes urbanos y generales argentinos. Pero no todo ha sido tan negativo siempre. Vamos a comprobarlo haciendo un breve repaso del proceso de crecimiento y declinación del ferrocarril argentino.

La red ferroviaria argentina comenzó a construirse en la segunda mitad del siglo XIX. En 1915, tenía una extensión de 32.000 km, lo que la colocaba entre las diez más largas del mundo. En 1948, cuando se produce su completa nacionalización (1° de marzo), ya alcanzaba los 47.000 kilómetros. Dicen los historiadores del ferrocarril que en ese entonces el tramo Buenos Aires-Rosario se cubría en 3,30 horas. Para finales de los años 80, la red ferroviaria había vuelto prácticamente a tener la misma extensión que en 1915.

El desmantelamiento progresivo del ferrocarril estuvo enmarcado por una campaña de descrédito o demonización del sistema estatal. Primero se propaló que la estatización fue un negocio ruinoso, una compra de chatarra. La diatriba circuló un tiempo hasta que quedó sepultada bajo el peso de la evidencia fáctica y documental. Después se empezó a machacar la cabeza de la opinión pública con el dato de que los ferrocarriles se llevaban del tesoro nacional un millón de dólares por día. Esta era la clase de argumento en boga a la época de la privatización, con el cual se floreaban los epígonos del neoliberalismo y que absorbían mansamente algunos relevantes “progresistas” de hoy. El transporte de cargas y pasajeros pasó al automotor. Las carreteras quedaron saturadas y los accidentes graves y fatales han sido desde entonces un hecho cotidiano y en aumento.

El choque de trenes ocurrido en la localidad bonaerense de San Miguel determinó que, por un momento, o acaso por unos días, (como suele suceder con la agenda nacional), el interés de los medios de comunicación y de la gente estuviera enfocado en el  funcionamiento del ferrocarril argentino. Fue así que aparecieron, formando parte de ese análisis o preocupación, la nostalgia por un pasado de servicios más amigables y decorosos, la comparación con la realidad del tren en otros lugares de la geografía mundial, las observaciones, advertencias y denuncias de los organismos de control y de expertos en la materia respecto del incesante derrumbe del sistema ferroviario.

El ferrocarril en la Argentina, lo mismo que la educación, la salud, la seguridad –por mencionar solamente a algunas de las demandas básicas de la población- ha estado en constante retroceso desde mediados del siglo pasado. Se lo mire por donde se lo mire: la extensión de la red, la calidad, regularidad y seguridad del servicio, el transporte de cargas, etc. Lo que no ha retrocedido, sino más bien aumentado privatización mediante, es lo que cuesta mantenerlo andando. El servicio que se brinda es insuficiente para la cantidad de personas que viaja por día, y el Estado pone 10 pesos por cada peso que paga el pasajero en el área metropolitana. La rapiña y la desinversión han dejado huellas profundas: en los años 80 el conjunto de los activos ferroviarios totalizaban 80.000 millones de pesos; hoy su valor no pasa de los 5.000 millones.

No todo el Estado fue cómplice, partícipe necesario o encubridor de la devastación. Para lo que es atribuible a la privatización están los permanentes señalamientos de la AGN, marcando enfáticamente los incumplimientos contractuales de los concesionarios. Prácticamente esos incumplimientos alcanzan a todos los aspectos de la prestación del servicio: nuevas inversiones (material rodante y vías), mantenimiento de las existentes, comodidad y seguridad en las unidades de transporte, limpieza y disponibilidad de servicios en las estaciones, etc. Son de tal cantidad y magnitud que hubieran ameritado una enérgica y oportuna acción correctora de parte de los organismos políticos y técnicos correspondientes. Desafortunadamente la actitud pasiva de éstos, su desaprensión, su baja recepción de las recomendaciones de los organismos de control han contribuido a que los problemas pasaran a mayores y, en algunos casos, desembocaran en accidentes graves.

En sus informes financieros anuales los ferrocarriles estatales franceses, españoles o italianos dan pérdidas, pero en sus balances sociales muestran grandes ganancias, configuradas a partir de un servicio seguro, rápido y no contaminante.

En nuestro país, hay millones de personas que no necesitan que le cuenten como se desenvuelve el ferrocarril urbano, son los usuarios habituales del servicio. Cada día hacen su propio “balance social” y sólo registran pérdidas.

Hugo Quintana