La administración pública, en la forma predominante que muestra en la actualidad, fue edificada sobre el modelo burocrático. La implantación del modelo burocrático cambia la base de legitimación de la autoridad: la legalidad, la razón legal, reemplaza al carisma como marco referencial de la autoridad. Por esto se ha podido decir que, en su esencia, la burocracia es el gobierno por reglas.

Desde mediados del siglo XIX, el desarrollo de la burocracia ha acompañado el fortalecimiento del estado democrático y republicano como forma de gobierno en el hemisferio occidental. La organización burocrática facilitó la etapa de grandes transformaciones asociada con el pasaje de sociedades rurales y agrarias a urbanas e industriales. Las naciones organizaron burocracias para planificar, dirigir y ejecutar obras de infraestructura básica y producir y proveer servicios de educación y salud requeridos por el sostenimiento de esas transformaciones. También dan cuenta de ella los planes y medidas que debieron articular los Estados como respuesta protectiva a las crisis mundiales económicas y financieras. Esas respuestas incluyeron nacionalizaciones de empresas privadas y la creación de organismos de control y regulación económica y financiera.

Max Weber, probablemente el principal estudioso de la burocracia, escribió: “Las burocracias, como las máquinas, son costosas de construir y mantener en operación, y propensas a fallar por causa de descuido o por mal uso, pero si se las diseña y mantiene cuidadosamente, pueden lograr una eficiencia prodigiosa en la ejecución de funciones para las que están preparadas”.

En la conversación popular, la burocracia es pintada como una oficina pública con empleados de movimientos cansinos que, a veces, llegan a extremos de indolencia e irresponsabilidad. Hubo una época en que se la usó como vituperio hacia la conducción de organizaciones políticas y gremiales, que había archivado la lucha ideológica o reivindicativa y estaba más interesada en perpetuarse en la poltrona. Aunque la realidad muestre que este tipo de comportamiento se sufre con más frecuencia de lo que uno quisiera, lo cierto es que si el modelo burocrático ha sido adoptado por sociedades diferentes para sus administraciones públicas, y ha pervivido en su parte nuclear hasta nuestros días, es porque esos agrupamientos humanos no han encontrado un modo mejor de organizarse para llevar adelante tareas de interés colectivo.

El modelo burocrático impone una esfera de racionalidad técnica de cuyo andamiento se encarga un servicio civil profesional, es decir, un cuerpo de empleados ingresados y promovidos sobre la base de una probada idoneidad.

La existencia de un servicio civil, profesional y meritocrático, cierra, en gran medida, el paso a los atropellos, injusticias y tropelías propios del “sistema de botín”. La protección y valorización del actuar “a ciencia y conciencia” de los funcionarios “civiles” favorecen la vigencia de constricciones e incentivos para el ejercicio responsable de la gestión pública y el funcionamiento eficaz del sistema de controles internos y de rendición de cuentas.

Para lo que tiene que ver con la gestión de los recursos humanos del Estado, la cultura política dominante en Argentina exhibe una inclinación a aplicar lo que se llama “metafísica de la confianza”: el jerarca político de la entidad pública se siente más cómodo y seguro rodeándose de amigos y “leales”, a los que trae para cubrir los altos cuadros ejecutivos en los servicios permanentes de la organización.

En cierto sentido, una burocracia bien constituida contribuye a la calidad institucional. Lo puede hacer en la medida que un obrar de su parte basado en la racionalidad técnica, de la manera que lo exigen y protegen los sistemas de carrera, es capaz de operar como limitación sobre aquellos poseedores de decisión política que pretenden administrar y disponer del patrimonio público con infundada discrecionalidad y, a la vez, que haya a su alrededor gente que implemente su propósito y lo mantenga oculto.

Hugo Quintana