Los argentinos somos campeones de la fuga de capitales. En nueve meses de este año sacamos del circuito financiero 15.000 millones de dólares. No sólo mostramos nuestro pique explosivo en terreno local, sino también  jugando de visitante; en efecto, el Banco de la Reserva Federal de los Estados Unidos ha informado que, en lo que va de la crisis, los argentinos han retirado de los dos bancos más grandes de ese país 50.000 millones de dólares para comprar bonos del tesoro norteamericano. “¡Es la confianza, estúpido!”, remedaría sin mucha originalidad. Es cierto, la confianza huye en tropel; para volver, lo hace despaciosamente, con sigilo.

Hace veinte años se decía que los activos financieros de argentinos depositados en el extranjero orillaban los 35.000 millones de dólares, el 85 por ciento sin exteriorizar ante la agencia fiscal; la suma en cuestión lucía impresionante cuando se la ponía en el contexto del Producto Bruto Interno (PBI). Por entonces, el Poder Ejecutivo remitía al Congreso un proyecto de ley para obtener la sanción de un régimen de normalización impositiva de patrimonios en el país y en el exterior. En buen romance, un “blanqueo” de capitales. El argumento que verbalizaba la iniciativa era recuperar, para la economía productiva argentina, una masa considerable de fondos; la causa auténtica, como otras veces antes, tenía que ver con problemas fiscales.

Pasaron los años, se sucedieron los gobiernos, con sus respectivos modelos de gestión, y el “drenaje” no cesó, todo lo contrario. En 1998, el monto de esos capitales se estimaba en 90.000 millones de dólares. En la actualidad, la cifra de activos financieros que los argentinos tienen en el exterior está en torno de los 120.000 millones de dólares, algo así como la mitad de nuestro PBI; si a los activos financieros se le suma el patrimonio inmobiliario argentino fronteras afuera, el conjunto sería equivalente a toda la deuda externa del Estado nacional. Sin embargo, el colectivo de las declaraciones juradas por el impuesto a los bienes personales que llegan a la AFIP incluyen activos en el exterior por alrededor de 18.000 millones de dólares. Vuelven a aparecer voces, oficiales y oficiosas, que señalan la conveniencia de poner en marcha un proceso de retorno de capitales al circuito formal; nada muy diferente de las recetas ensayadas en el pasado; no se puede esperar que los resultados sean distintos.

Una política honesta con respecto a los capitales radicados en el exterior debe aspirar a mucho más que a una súbita y marginal emergencia de dinero “negro”. Aparte de las objeciones de orden ético que suscitan los regímenes de “blanqueo”, el hecho es que suelen ser aprovechados por personas que tienen bienes en el país y que los pueden exteriorizar por un reducido tributo; ello aporta recursos frescos al Fisco, pero no promueve el surgimiento de un mercado de capitales que funcione como canal de financiamiento de las actividades productivas. Para que esto suceda, se requiere algo más que voluntad política y norma jurídica escrita. Se necesita la instalación generalizada de un sentimiento firme de confianza. La confianza no se consigue por acto administrativo; se hace con gestos, símbolos, ejemplos. La confianza es un valor aglutinante de las sociedades; requiere la ética propia y la del otro. Ya que se ha impuesto en estos días recordar a Perón, cito de su filosofía de “La comunidad organizada”: “El grado ético alcanzado por un pueblo imprime rumbo al progreso, crea el orden y asegura el uso feliz de la libertad”. La confianza es una construcción de todos, que se hace desde varios frentes, pero en la cual los pilares fundamentales los debe colocar la conducción política del Estado. Uno de ellos es educador; se trata, nada más y nada menos, que del ejemplo. Decía San Agustín: “Lo bueno, de por sí, se difunde”.

Desde este sitio, les pido a los políticos una modesta contribución  para empezar la construcción del valor confianza; les pido que acepten establecer como supuesto de incompatibilidad y conflicto de intereses, dentro de la Ley de Ética Pública, el ejercicio de un cargo político, electivo o no, y la posesión de activos financieros en el exterior. Quienes desde la función pública toman a diario decisiones con poder de impacto sobre la economía interior del país, el crédito público de la Nación y el bienestar presente y futuro de su población, deben exponer su patrimonio personal al riesgo económico que proyectan sus propios actos de gobierno o administración, tal como quedan sujetos a él los bienes del resto de los ciudadanos que los tienen afincados en el país. En marzo de 2002, la Cámara de Diputados de la Nación dio media sanción a un proyecto de ley en sentido parecido al que acabo de exponer. Me apropio de algunos de sus fundamentos porque exhalan sensatez y tienen vigencia más allá de los tiempos “Resulta inadmisible e intolerable a la ética social, que quienes han sido depositarios de la fe pública, atribuyéndoseles responsabilidades públicas en cualquier nivel, hayan burlado esa responsabilidad, evidenciando en sus conductas la más elemental falta de confianza en el país cuyos asuntos públicos están llamados a administrar. Es obvio que un funcionario público que elige tener sus activos financieros fuera de la Argentina, privilegia sus intereses personales, sobre los del bien común que está llamado a preservar, y lo que es peor defrauda en su propio beneficio los intereses de los ciudadanos que se ver perjudicados por su conducta personal”.

Hugo Quintana