El 10 de diciembre pasado se cumplieron veinticinco años de la restauración de la democracia. Es el período más largo de continuidad del sistema de elección popular que hemos tenido en ochenta años. Es un hecho histórico, para conmemorar. También es una buena oportunidad para identificar las asignaturas pendientes, y vislumbrar los desafíos que están por delante.

Tenemos una democracia adulta, pero que no ha crecido como República; en todo este tiempo hemos ejercitado regular y civilizadamente el “músculo” del sufragio. Cuando se celebraron los veinte años de recuperación democrática, en 2003, dijimos que todas las democracias corren el riesgo de vaciarse hasta quedar reducidas a una técnica electoral: lamentablemente, nos estamos acercando a ese borde, en el cual –como dice Claude Julien- la gente adquiere la desencantadora convicción de que, pese a su voto, a la hora de la verdad no será tenida en cuenta.

Un déficit notorio de nuestra democracia de esta época es la baja calidad institucional. Sin calidad institucional no hay república y, de esta carencia, se derivan los otros males que nos frecuentan: magro desarrollo económico, desigual distribución del ingreso, persistente corrupción. La calidad institucional está asociada estrechamente con el Estado democrático republicano; es de buena calidad que haya sufragio universal y elecciones limpias, pero también representación efectiva, separación de poderes, justicia independiente, rendición de cuentas y responsabilidad pública

La democracia no tiene la culpa de que no hayamos alcanzado una verdadera República. Sí la tienen la política y nosotros. La política argentina es excesivamente electoralista, “adversal” y agonal; no se advierten allí ni mucha voluntad, ni muchos esfuerzos para construir instituciones, ciudadanía, consensos básicos y “concordancia en los sentimientos”. Nuestra culpa es casi una marca de fábrica, se llama “visceral desapego a la ley”, también reside en nuestra alta tolerancia hacia la inobservancia de las prácticas limpias del sistema político y el incumplimiento de los compromisos electorales y en nuestra desvinculación del deber de exigir a los gobernantes claras, completas y periódicas rendiciones de cuentas, entre otras cosas.

Debemos celebrar la consolidación de la democracia, pero también debemos sentir descontento por lo que falta para completarla. Y ese sentimiento debe motorizar nuestra acción cívica. Como ha dicho Oscar Wilde “El descontento es el primer paso en el progreso de un hombre o de una Nación”.

Las democracias necesitan que la política actúe con principios y eficacia; no son términos antitéticos, ni contradictorios ni dilemáticos. Las sociedades que ponen los resultados materiales inmediatos por encima de los principios, más temprano que tarde terminan perdiendo las dos cosas. Esto no es teoría sociológica ni experiencia ajena, es nuestra propia historia.

Debemos comportarnos como ciudadanos que exigen y colaboran en la construcción de buenas instituciones. A la larga, las buenas instituciones, y los consensos básicos que las crean, protegen y mejoran, son más importantes que los hombres providenciales, que los hombres “con estrella”. Por supuesto, es importante que existan y se expresen liderazgos talentosos y responsables y que éstos, con sus acuerdos de gobernabilidad dentro del estado democrático republicano, contribuyan a que asiente una sociedad de ciudadanos. Liderazgo no es hegemonía. Y acuerdo de gobernabilidad no es un signo de debilidad sino un rasgo estadista.

Este Semanario, como lo dijimos en nuestra primera aparición, es una aspiración de contribuir a la consolidación de un sentido, de una actitud, de una conciencia de responsabilidad social ciudadana, que sería el deber de acción, el imperativo moral, individual y colectivo, para conseguir el asentamiento de gobiernos democráticos y republicanos, es decir gobiernos que obran con fidelidad a los intereses permanentes de la Nación y del Pueblo, que hacen lo que se debe hacer, que muestran lo que hicieron y cómo lo hicieron y que responden por los resultados de sus acciones.

Los derechos están declarados, consagrados, establecidos, reconocidos; para que sean “letra viva”, los ciudadanos deben sentir la obligación de exigir su cumplimiento, su vigencia real. En las democracias republicanas, la política es la vía y el medio legítimos para acceder al Poder que permite el gobierno de los asuntos públicos en dirección al bien común. Los ciudadanos deben interesarse por las cosas de la “polis” para que ese Poder sea ejercido a su favor. De lo contrario, se verán expuestos al riesgo que entreveía el historiador Arnold Toynbee: “El mayor castigo para quienes no se interesan por la política es que serán gobernados por personas que sí se interesan”.

Hugo Quintana