El presupuesto público es una Ley en todo sentido, por la forma y por el contenido. Se han dicho de ella cosas elogiosas, como que es “una ley de organización, la mayor entre las leyes de organización”, o  que es “Ley de las leyes”.

Como quiera que sea, está claro que no es una ley cualquiera, una ley ordinaria. Tan especial e importante es, que su preparación y aprobación están sujetas a ciertos principios universalmente aceptados. Todos ellos tienen su propio nombre; se los ha dado en llamar “anualidad”, “totalidad”, “claridad”, “exclusividad”, por identificar a los que tienen cartel de clásicos. Particularmente, el carácter de exclusividad postula que “en la ley anual de presupuesto no deben incluirse normas o regulaciones de asuntos que no sean inherentes o propios de la materia presupuestaria”. Entre nosotros, la “exclusividad” no es sólo un principio doctrinario, de sanas finanzas públicas, sino también una norma legal: está prevista por la Ley Nº 24.156, de Administración Financiera y de los Sistemas de Control del Sector Público Nacional. En efecto, su artículo 20 prescribe que las leyes de presupuesto general contendrán normas que se relacionen directa y exclusivamente con la aprobación, ejecución y evaluación de aquél, de manera que “no podrán contener disposiciones de carácter permanente, no podrán reformar o derogar leyes vigentes, ni crear, modificar o suprimir tributos u otros ingresos”.

El hecho de que el principio tenga acogida legal no es una innovación de la Ley Nº 24.156; ya estaba, con alcance más restringido, en el régimen jurídico anterior de hacienda pública (ley nacional de contabilidad); el legislador de 1992 le dio un tono más severo. En algunas jurisdicciones se ha ido aún más lejos al incluirlo dentro de su propia Constitución, como es el caso de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.

Su inobservancia corre pareja con su existencia legal. La práctica parlamentaria lo ha desatendido una y otra vez a lo largo de estos años. El buen propósito del principio de la “exclusividad”, es evitar que el presupuesto anual se convierta, aprovechando las facilidades de tramitación de que goza, en un “ómnibus” al que se sube todo lo que anda suelto a la búsqueda de convalidación parlamentaria o todo lo que requiere autorización legislativa. Cuando se deja de lado ese principio, y toma su lugar el vicio del “totum revolutum”, según el decir de García de Enterría, o el menos académico del “tutti frutti”, el presupuesto pierde claridad, que es otro de los requisitos a guardar, y también se ve afectado el “principio de certeza” del derecho.

Las normas puestas en las leyes no se presumen ociosas; por el contrario, si están allí es para surtir efectos y para ser cumplidas. El primero que tiene dar cuenta de ello es el mismo órgano que las dicta. La norma del artículo 20 de la Ley Nº 24.156 es una autorregulación que se impuso el Poder Legislativo para organizar el contenido de la ley anual de presupuesto sobre la base del principio de “exclusividad”. Su acatamiento es una cuestión de las formas que exterioriza dos virtudes: la coherencia y el respetarse a sí mismo. Si el Congreso, y en definitiva la política que en él se instala, las aprecian en buen grado la actitud correcta debería pasar por ser rigurosamente selectivos en la determinación de las disposiciones que van a figurar en la ley de presupuesto. Cierto es que, en ocasiones, la frontera entre lo que es y no es materia presupuestaria es muy delgada. Pero en el proyecto de ley de presupuesto para el año 2009 hay disposiciones que merecerían un tratamiento independiente, un debate por separado, como las que modifican las cartas orgánicas del Banco Central de la República Argentina y del Banco de la Nación Argentina.

Hugo Quintana