Quizá la generalización pueda resultar injusta, pero los argentinos solemos ser presas de los “climas de época”; celebramos una cosa primero y más tarde la contraria con toda naturalidad; somos capaces de pasar del apoyo entusiasta a una política hacia su completa abominación en un solo salto, sin que se nos mueva un pelo. No le hacemos asco a nada: para una misma cosa, podemos ser privatistas y al rato estatistas. Nuestras convicciones y principios, nuestro apego al valor representatividad, son tan volátiles como los mercados financieros de hoy en día. La coherencia y el estudio serio de los asuntos son bienes que escasean entre nosotros; claro que siempre tenemos a mano el argumento de que hemos cambiado porque ha cambiado la realidad; y ya se sabe que ésta es la única verdad.

Las reflexiones anteriores vienen a cuento del proyecto de ley que ha elaborado el Poder Ejecutivo para poner fin al sistema privado de jubilaciones, llamado de capitalización. De concretarse el proyecto en la forma programada, significará el traspaso al régimen público de 9,5 millones de personas, capitales acumulados por $ 97.000 millones y un flujo anual de fondos de aproximadamente $ 15.000 millones. El fundamento declarado de esa iniciativa es la inviabilidad que acusaría el sistema privado derivada de la estrepitosa caída que han experimentado la rentabilidad y el valor de las carteras de inversiones de sus administradoras, las AFJP, como consecuencia de la crisis financiera internacional. En los términos oficiales, ante las perspectivas de licuación e insolvencia de los fondos de capitalización, la “estatización” que promueve el proyecto obraría como un rescate de los afiliados a las AFJP, aunque el S.O.S. no ha sido muy audible. Es cierto que las AFJP son un riesgo en sí mismas y se tienen merecido severos cuestionamientos; más de una vez no se han comportado como fieles administradores de los dineros que se les han confiado; así sucedió, por ejemplo, cuando cedieron mansamente a la presión oficial que les exigía rearmar sus carteras para incorporar títulos públicos en cantidades industriales: la colusión Estado-AFJP convirtió al sistema en una fuente privilegiada de financiamiento del sector público. Durante un tiempo largo, sus comisiones han rebanado porciones significativas de los aportes capitalizables. Por supuesto, que esos abusos y omisiones no hubieran podido ocurrir sin la complicidad activa del Estado. También es evidente que el sistema privado finalmente no ha contribuido al fortalecimiento de un mercado de capitales para inversiones productivas. Ahora se advierte que el sistema no cumplió sus objetivos, más aún, que conservarlo entraña un serio peligro de que sus afiliados se queden sin nada.

Un año atrás, el Congreso de la Nación habilitó la vía de retornar y pasar, en su caso, al régimen de reparto y dispuso, al mismo tiempo, que esa alternativa –y la opuesta- se pongan a disposición cada cinco años. Muchos afiliados al sistema privado optaron entonces por pasarse, pero muchos más eligieron quedarse. ¿No habría que volver a preguntarles a estos últimos qué es lo que quieren hacer, advirtiéndoles que si su decisión fuera permanecer en el sistema de capitalización lo será a su exclusivo riesgo? La mutabilidad constante de las decisiones nos interroga sobre la necesidad de que, alguna vez entre los argentinos, exista una regla que tenga sentido y estabilidad.

Al unificar los sistemas de jubilación, pasando capitales y flujos de fondos del privado al público, el Gobierno engrosa considerablemente la masa de recursos de la seguridad social y también amplía los alcances de un medio de financiación que ha estado utilizando últimamente.

Independientemente de inconsistencias y suspicacias, consideramos valioso la apertura del debate parlamentario en torno del diseño que debería tener el futuro régimen jubilatorio de los argentinos; sería bueno arribar a consensos amplios sobre la base de respetar la garantía consagrada por el artículo 14 bis de la Constitución Nacional.

El Estado, una vez que asuma el rol de prestador único, tiene por delante el desafío de comportarse como una administrador fiel, eficaz y diligente de los recursos de la seguridad social. El Poder Legislativo puede, y debe, ayudar en ese sentido poniendo esos recursos a resguardo de la voracidad fiscal, estableciendo las condiciones bajo las cuales se podrán aplicar o invertir temporalmente los excedentes y los capitales acumulados, y disponiendo la presencia y funcionamiento de mecanismos de control, externos e independientes del administrador, que incluyan a los contribuyentes y a los beneficiarios, entre otras cosas.

Si el Gobierno se siente inspirado por los principios de “unidad presupuestaria” y “unidad de caja”, lo cual es muy recomendable para fortalecer el flanco fiscal, sería conveniente echar una mirada hacia el interior de las finanzas públicas. Allí aparecen “zonas libres” a las cuales no les vendría nada mal un poco de “nacionalización”; estamos aludiendo a los abultados fondos fiduciarios. En ese sentido, con la presteza que reclaman las actuales urgencias de la Nación, el Congreso podría emitir una ley para rescatarlos de la anomia y obligarlos a realizar sus gastos, pagos e ingresos a través de los sistemas generales de administración financiera pública.

Hugo Quintana