Oscar Oszlak es una referencia ineludible en el campo del pensamiento sobre el Estado, la administración pública y la democracia en América Latina. Sociólogo, politólogo e investigador, con su mirada crítica contribuyó al pensamiento de los procesos de transformación del Estado argentino desde la recuperación democrática. Un texto suyo, “Estado y Sociedad: las nuevas reglas del juego", publicado en el 2000, acaba de ser seleccionado como el más influyente, según una encuesta de la Asociación Argentina de Estudios de Administración Pública (AAEAP). 

El Auditor.info dialogó con Oszlak sobre las mutaciones del Estado y algunas de las claves interpretativas que se expresan en el texto y siguen siendo relevantes ante los desafíos actuales. En esta primera parte de la entrevista, el autor refiere al vínculo entre Estado y desarrollo, si es posible su eliminación y las similitudes con el modelo menemista.

- En el texto plantea una primera etapa de la reforma que tiene que ver con la necesidad de menos Estado y otra, posterior, para lograr un mejor Estado. ¿Cuál es el fin que se persigue desde la actual gestión? ¿Puede haber efectivamente una eliminación del Estado?

Winston Churchill decía que “la democracia es el peor sistema de gobierno, a excepción de todos los demás que se han inventado”. Yo remedaría esa idea, afirmando que el Estado capitalista es un instrumento muy imperfecto de gestión colectiva de una sociedad, pero es muy superior a cualquier otra forma conocida de resolver las tensiones siempre existentes en toda nación, entre gobernabilidad, desarrollo y equidad distributiva. 

En mi trabajo, aludía a esa concepción -tan difundida en la última década del siglo pasado- de que debía existir una primera etapa de reforma del Estado que procurara reducir su tamaño e intervención, para luego, en una segunda etapa, mejorar su desempeño. Yo lo traduje como conseguir un “menor Estado” para luego pasar a construir un “mejor Estado”. Pero en los '90, reducir el Estado fue equivalente, en la práctica, a someterlo a una cirugía mayor, confiando en que en la etapa posoperatoria se iniciaría un tratamiento de recuperación que mejoraría su funcionamiento. 

El actual gobierno apuesta a la fórmula “muerto el perro se acabó la rabia”: si se jibariza el Estado, la mano invisible del Mercado, con el auxilio de las Fuerzas del Cielo, nos conducirán, dentro de una generación y media, al soñado Milenio en el que integraremos el Primer Mundo. Me pregunto si es lo que hicieron Alemania o los países escandinavos. O, incluso, los Estados Unidos. O los varios tigres asiáticos que asombraron al mundo con su impresionante despegue económico hace ya muchas décadas. Es indiscutible que el Estado desarrollista, y sus políticas de industrialización y apoyo a la innovación científico-tecnológica, fue un factor decisivo de su rápida incorporación al núcleo de países líderes del mundo desarrollado.

“No se conoce ningún caso en que los países consigan el despegue de sus economías sin el auxilio e intervención del Estado”. 

Se trató de Estados cuya protagónica y decisiva intervención en los mercados obedeció al principio de “autonomía enraizada”, popularizado por Peter Evans, es decir, estados “catalíticos”, capaces de producir estímulos en la actividad productiva, sin mezclarse con los intereses económicos que activan. No se conoce en la experiencia del capitalismo contemporáneo ningún caso en que los países consigan el despegue de sus economías sin el auxilio e intervención del Estado. Lo que sí sabemos, como lo expresara hace mucho el propio director gerente del FMI, Michael Camdessus, es que “si se abandona totalmente el mercado a sus mecanismos, se corre el riesgo [...] de que los más débiles sean pisoteados”.

La actual administración implementó gran cantidad de cambios en la estructura del Estado.
La actual administración implementó gran cantidad de cambios en la estructura del Estado.

También Lester Thurow, infalible futurólogo, señaló que los mercados libres y sin ataduras tienen la costumbre de descubrir actividades muy rentables, pero improductivas, por lo que la maximización de los beneficios -atada a la prosecución del interés individual- no siempre conduce a la maximización de los productos. Con mucha frecuencia la “mano invisible” de Adam Smith se convierte -en sus palabras- en “la mano de un carterista”. O, en mis palabras, en el garfio de un pirata.

Pero, ¿puede conducir la política de “motosierra” a la extinción final del Estado? Recordemos, paradójicamente que, según Lenin, con la “dictadura del proletariado” y la transición del socialismo al comunismo, el Estado (burgués) se extinguiría. En la versión mileísta, inversamente, la plena vigencia de la “mano invisible” del mercado haría innecesario al Estado, que terminaría por desaparecer. Ni la experiencia soviética ni ninguna otra experiencia histórica, han conseguido hacer desaparecer las diferentes formas de Estado que registra la experiencia histórica.

- ¿La economía de mercado es incompatible con la intervención del Estado? ¿Por qué suelen presentarse como postulados opuestos que no pueden articularse en función del desarrollo y crecimiento?

Un mayor desarrollo económico genera mejores posibilidades distributivas, mayor bienestar social y condiciones de gobernabilidad más favorables. Inversamente, hay un “efecto dominó” negativo en situaciones de estancamiento, inflación, desempleo, pobreza, protesta social e ingobernabilidad. La ciudadanía apoyó al actual gobierno, confiando en que sería capaz de revertir ese círculo vicioso que, salvo muy breves interregnos, agobia al país desde hace medio siglo. En su diagnóstico, el presidente Milei propuso que para romper ese círculo había que “aserrar” el aparato estatal y liberar las fuerzas del mercado. Reduciendo el peso y el agobio que el Estado genera a la actividad productiva, la propia dinámica de la “mano invisible” del mercado revertiría la relación entre desarrollo, equidad y gobernabilidad.

En consecuencia, el discurso oficial invirtió el relato: en lugar de “benefactor”, el Estado fue denostado como “organización criminal”, como “el problema” y no “la solución” de las reiteradas crisis atravesadas por el país. Si se lo desregula eliminando sus organismos de intervención en los mercados, si se privatizan sus empresas, si se minimiza el “robo” de los impuestos que lo alimentan, si se reduce su organigrama y se echa al ejército de ñoquis que lo puebla, junto a la “casta” que los apaña, habrá desaparecido la principal causa de todos los males de la Argentina y “dentro de 35 años seremos Alemania”. 

“La dimensión del Estado no se reduce al costo de su dotación de personal, que es una fracción menor del presupuesto”.

Una parte mayoritaria de la ciudadanía apostó a esta propuesta, frente a la frustración generada por el fracaso de otras fórmulas ensayadas en el pasado. El gobierno de Carlos Menem fue reivindicado como modelo a imitar, muchos de sus personeros reaparecieron súbitamente en el escenario público y las medidas iniciales adoptadas señalaron el comienzo del desguace estatal. Se redujo a ocho el número de ministerios, se cerraron algunas agencias públicas, se produjeron desregulaciones y se anunció el despido de miles de empleados públicos (luego rebajado a 15.000). Por otra parte, se puso en marcha una serie de auditorías de diversos programas gubernamentales y regímenes especiales, que permitieron “destapar ollas” y descubrir corruptelas ocultas. ¿Pueden estas acciones revertir el círculo vicioso de subdesarrollo, pobreza e ingobernabilidad? 

Según Oszlak, "el actual gobierno apuesta a la fórmula 'muerto el perro se acabó la rabia'".
Según Oszlak, "el actual gobierno apuesta a la fórmula 'muerto el perro se acabó la rabia'".

Ciertamente, un Estado sobredimensionado e ineficiente, pero sobre todo ineficaz, podría poner en marcha un círculo virtuoso. En eso coincido con el gobierno. Pero el Estado, en la Argentina, no se reduce a la jurisdicción nacional, es decir, a la administración central, descentralizada y desconcentrada; a las empresas estatales y otros entes dependientes del poder ejecutivo nacional. El Estado son también los otros poderes, así como las instituciones gubernamentales de provincias y municipios, cuya dimensión es muy superior a la del Estado nacional.

Si nos limitamos al empleo público, el total de personal empleado en las jurisdicciones nacional, provincial y municipal supera los tres millones de personas y algunas estimaciones –como la del Cippec- lo ubican más cerca de los cuatro millones. La dotación de la administración pública nacional, incluyendo empresas y sociedades del Estado, asciende a unas 330.000 personas. Si se le suma el personal del Sistema Nacional de Ciencia, Tecnología e Innovación, las universidades, el Servicio Exterior de la Nación, el Servicio Penitenciario Federal y el personal no civil de las Fuerzas Armadas y de seguridad, el total podría ascender a alrededor de 800.000 empleados a cargo del Tesoro Nacional. Esta cifra representaría una cuarta parte del personal total de los distintos niveles de gobierno. 

Además, la dimensión del Estado no se reduce al costo de su dotación de personal, que es una fracción menor del presupuesto. El verdadero peso del gasto público corresponde a los subsidios, transferencias (sobre todo jubilaciones) y servicios de la deuda. Por eso, el Gobierno decidió eliminar o reducir la significación de estos rubros, así como los costos salariales, apelando, además de la motosierra, a otro instrumento menos aparatoso, pero igualmente ruidoso: la licuadora. En definitiva, todo apunta a reeditar una experiencia que el país ya conoció durante el menemismo. Una orientación política que, si bien contrajo el aparato estatal, acabó conduciendo a una de las mayores crisis que sufriera la Argentina.

La segunda parte de la entrevista se puede leer acá