El voto es uno de los instrumentos más visibles y emblemáticos de una democracia. Desde que la humanidad conquistó o reconquistó el derecho político de votar, mucho se ha discutido sobre su sentido, valor, carácter  y fuerza.

Se ha dicho de él que es un modo de expresar la propia historia y la propia memoria, la identidad, la pertenencia cultural y comunitaria, los afectos. Rousseau lo presentaba como el acto más auténtico de soberanía popular. Según Sartori la votación es la expresión del conjunto de la opinión pública y, a la vez, un medio de hacer que un gobierno sea sensible a, y responsable para con, esa opinión pública.

Confianza y corrección, son principios que se encuentran en el corazón del régimen electoral. Las elecciones brindan a los ciudadanos el derecho de revalidar una autoridad o de castigarla negándole el voto y depositándolo a favor de una oferta alternativa.

El voto sirve para elegir gobernantes y representantes. Esta función es obvia y verificable en la práctica. En cambio, hasta ahora, los resultados electorales han tenido poca o ninguna eficacia como mensaje, demanda, mandato: no hemos avanzado hacia un país más federal y equitativo, no hemos conseguido mejores rendiciones de cuentas de parte de los gobernantes, no hemos logrado que asienten buenas prácticas políticas. En una parte, la materialización de estos efectos del voto depende de la lealtad del elegido y de la buena fe del reprobado. La otra parte debe ponerla el activismo ciudadano, exigiendo el cumplimiento de las promesas y compromisos electorales y los deberes del cargo público.

El voto es una ilusión en el sentido de esperanza especialmente atractiva: la renovada esperanza de que, a pesar de las frustraciones anteriores, se está haciendo algo importante, algo que por un día nos convierte en soberanos, la ilusión de que esta vez no seremos burlados y que las cosas pueden empezar a cambiar para mejor. Al fin y al cabo, las ilusiones de la vida son, como dice Balzac, lo mejor de la vida.

Hugo Quintana