Por María Matilde Ollier*

Desde que volvió la democracia, en 1983, poco a poco se fue imponiendo en los ámbitos políticos y académicos la relevancia de atender y estudiar las políticas públicas y su gestión. Tanto fue así que algunos postgrados en ciencia política han hecho de este tema uno central de sus currícula y buena parte de los subsidios a la investigación han ido a parar allí. El diagnóstico era simple: la Argentina carecía de buenas políticas públicas. Había que aprender.

El paso del tiempo no parece haber suavizado demasiado esta falta. Siempre se tiene la impresión de que, en esta disciplina, la Argentina se halla por detrás, no ya de los países del primer mundo, sino de vecinos tan diferentes como Chile y Brasil. La presencia de una suerte de aplazo constante me llevó a formular la pregunta: ¿por qué no existe un premio Nobel de las políticas públicas? Si estas resultan tan complejas que luego de más de veinte años de democracia siguen sin ser debidamente aplicadas, es lógico suponer que se trata de una materia difícil de ser aprobada. Pero tras este razonamiento me asalta de inmediato la siguiente reflexión: si no existe tal reconocimiento para las políticas públicas, siendo que hay tantas recetas sobre cómo hacerlas bien, será porque no es un asunto tan espinoso que valga la pena otorgarle un premio Nobel. Entonces, si su dificultad se encuentra entre las tantas que una sociedad precisa encarar, ¿por qué las políticas públicas carecen de calidad y de previsibilidad en la Argentina? ¿Por qué los gobiernos no logran aprobar una asignatura que siempre parece pendiente? Porque muchos creen que el meollo del problema es técnico. Por lo tanto, piensan que con el debido asesoramiento de expertos, alcanza para abordarlo; como si lo técnico no estuviese subordinado a lo político en este caso.

Asoma entonces en el horizonte el verdadero problema que se oculta detrás de nuestras deficientes notas en la materia: para que la gestión de las políticas públicas sea exitosa, se necesita un Estado fuerte. He aquí la gran falencia que la democracia argentina no ha podido sortear. Las discusiones, hasta acá, han girado en torno a si el Estado debe ser chico o grande; si debe intervenir en tales o cuales cuestiones; si sus recursos deben servir para atender a los pobres o a los empresarios. Discusiones, en varios sentidos útiles, pero estériles en cuanto a la resolución del problema, pues ellas encubren la debilidad y el injusto funcionamiento del Estado en términos sociales. Pues aquellos que critican el asistencialismo que sirve para cubrir las necesidades de los más humildes, no evalúan con el mismo criterio el socorro estatal a las empresas o a la clase media. Porque la excelencia de la educación y la salud públicas de antaño torna inexplicable su deterioro si no es por la debilidad en que cayó el Estado argentino.

De ahí la urgencia de pensar en serio cómo construir un Estado fuerte y con el nivel de autonomía suficiente para garantizar las políticas públicas. Pues el Estado ha llegado a convertirse en un instrumento que los gobiernos -que saben hacerlo (que no son todos)- utilizan a su antojo. Distintas administraciones colonizan el Estado, cuando este supone mayor jerarquía y estabilidad que aquellos. Si los gobiernos cambian y el Estado queda, en la Argentina ambos pasan juntos. Por lo tanto, para que eso no ocurra, el Estado debe contar con burócratas capacitados e idóneos para ejecutar las políticas que diseñan los gobiernos. De ahí que la capacitación de las burocracias estatales ocupa un lugar central a la hora de imaginar un Estado fuerte, capaz de gestionar eficazmente esas políticas.

En consecuencia, la debilidad estatal y la falta de continuidad y mejor funcionamiento de las políticas públicas van de la mano. Porque, y he aquí lo intrincado del tema, el Estado es también un instrumento para llevar a cabo las políticas públicas. Solo que buena parte de esas políticas una vez diseñadas debieran ser ejecutadas en el largo plazo, más allá de los gobiernos. Por eso registra suma gravedad la intervención ocurrida con el INDEC. Pues más allá de que la ausencia de estadísticas confiables dificulta la planificación y aplicación de políticas eficientes, esta era casi la única institución estatal que había sobrevivido a diferentes gobiernos. Un nicho donde podía afirmarse que allí el Estado argentino era fuerte y autónomo. Y un derivado de su continuidad había sido la confianza que, por varias décadas, sus cifras merecían dentro y fuera del país.

*Politóloga, historiadora, Universidad de San Martín.