El repertorio sería interminable y es de sobras conocido: celulares que no funcionan por la (previsible) saturación del tráfico en ciertas horas y fechas, amén de ciertos lugares dentro mismo de la ciudad de Buenos Aires; cortes, ahora sí que imprevisibles, de energía eléctrica que pueden insumir varios días antes de ser reanudados o altibajos en la tensión de la energía con los consiguientes problemas para los aparatos eléctricos; baja presión del gas, con lo cual la preparación de los alimentos insume más tiempo y las estufas son incapaces de aportar las calorías necesarias para combatir las bajas temperaturas; ropa con medidas completamente diferente dentro de un mismo talle y en una misma marca; rutas con peaje en donde los concesionarios ni siquiera garantizan algo tan elemental como la pintura del pavimento para delimitar sus bordes, o inclusive para tapar viejas marcas por ejemplo en la ruta 2 a Mar del Plata- en donde todavía sobreviven tercamente varias doble rayas amarillas que impedían adelantarse en la época en que esa ruta era de doble mano, es decir ... hace casi veinte años. Ni siquiera se hizo la mínima inversión para suprimir tales anacronismos con una buena mano de pintura.

Trenes y subtes concesionados en donde el deterioro es tal desde la limpieza hasta el mantenimiento y la calidad del material rodante- que difícilmente podrían encontrarse situaciones parecidas no digamos en los países desarrollados sino entre nuestros vecinos de América del Sur. Impuestos supuestamente recaudados para garantizar el alumbrado, barrido y limpieza de nuestras calles que, sin embargo, se han convertido en basurales malolientes ante la enfadada resignación de los vecinos.

Ahora bien, como decía el gran filósofo Baruj Spinoza, no se trata de reír o llorar sino de comprender. Comprender que ese atropello que padecen las personas no lo es sólo en su calidad de consumidores sino, antes que nada, en su condición de ciudadanos, que se supone les otorga ciertos derechos entre los cuales figura la exigencia de un cumplimiento puntual y prolijo de las obligaciones de quienes venden sus bienes y proveen ciertos servicios en el mercado. La consecuencia de esta verdadera defraudación es la erosión de la legitimidad democrática.

Ahora bien: ¿cómo explicar esta indefensión del ciudadano-consumidor? La respuesta remite a una multiplicidad de factores, pero hay uno que es crucial: la Argentina es un país que, en la práctica, se ha quedado sin estado. Lo que aparece como un estado no lo es. Sobreviven ciertos rasgos de la organización estatal, que son los que señalan con dedo los partidarios de la ortodoxia neoliberal al denunciar el aumento en el número de servidores en los diferentes niveles de la administración pública. Pero lo que define a un estado no es el tamaño de su funcionariado sino la capacidad de extraer los recursos económico-financieros que necesita por ejemplo, con una legislación tributaria que sea progresiva y no, como la nuestra, absurdamente regresiva- para así poder contar con las agencias y el personal necesarios para  regular las relaciones económicas y sociales, controlar eficazmente el cumplimiento de la normativa vigente y penalizar a los infractores.

La Argentina dispone de una Ley Nacional de Defensa del Consumidor,  la ley 26361 -que en 2008 reformó la que se había sancionado en 1993, en el apogeo del menemismo- que en su abstracción jurídica es muy positiva. Incluye, por ejemplo, la obligación de resarcir a los usuarios y consumidores cuando sus derechos se vean afectados por el proveedor de bienes o del prestador de servicios. El problema es que para que la norma sea efectiva se requiere de un Estado, así, con mayúscula, y  la Argentina hace rato que no lo tiene.