De este modo, François Hollande estaba certificando oficialmente algo que, en general, los gobiernos de la Unión Europea se empeñaron por mucho tiempo en desconocer, y que se autocomplacían en denunciar como manifestaciones aberrantes pero siempre ocasionales, aisladas, desconectadas de un hilo negro (como el de la tenebrosa bandera del EI) que otorgara coherencia a esas conductas. Luego de lo ocurrido en los últimos días, en donde nada menos que Alemania, que se jactaba de ser inmune a la violencia terrorista, padeció una serie de terribles atentados de diverso tipo (desde tiroteos a mansalva en un centro comercial de Munich hasta ataques mortales con machetes y hachas a desprevenidos transeúntes) es obvio que la Unión Europea se enfrenta a un problema mayúsculo y que no será nada sencillo enfrentar y mucho menos resolver.

¿Qué hacer? Hasta ahora la respuesta ha sido policial y militar, reforzando las fuerzas de seguridad, aumentando su presupuesto, sus efectivos y mejorando su adiestramiento para enfrentar los múltiples desafíos de la violencia terrorista. Pero es más que evidente que esa estrategia difícilmente resulte eficaz porque el enemigo no es un ejército regular, ni un Estado sino, al menos potencialmente, un enorme universo de gente que durante generaciones se ha sentido despreciada y marginada por las opulentas sociedades europeas. Migrantes o hijos de migrantes, procedentes sobre todo de los países del Magreb y más recientemente del Oriente Medio, fueron impulsados a la acción directa ante el espectacular fracaso de los capitalismos europeos en mantener las prestaciones sociales de los estados keynesianos, promoviendo la precarización laboral y social y subordinando el funcionamiento de las democracias a la tasa de ganancia del capital más concentrado.

Después de la violación perpetrada en contra de la democracia en Grecia, cuando Bruselas obligó a un gobierno a desoír un mayoritario mandato popular; después de los criminales desahucios ordenados por el gobierno conservador de España, las reestructuraciones regresivas en los mercados de trabajo que excluyen y precarizan a crecientes sectores de la fuerza laboral europea y la miopía economicista con la cual la Unión Europea está enfrentando la crisis en Siria y Medio Oriente, de cuya creación y metástasis es co-responsable con Estados Unidos, después de todo esto, decíamos, ¿cómo podía esperarse que quienes residen en Europa pero pertenecen a las mismas comunidades étnicas, religiosas y culturales que son agredidas, bombardeadas, obligadas a abandonar sus hogares y dejar atrás toda una vida, con riesgo de perderla en la travesía, no albergaran en sus entrañas un incontrolable deseo de venganza? Sobre todo si sus parientes en Siria o en Libia fueron exaltados, hace apenas unos años, como valerosos combatientes de la libertad y convertidos sin previo aviso, cuando cambiaron las prioridades políticas de Estados Unidos y la Unión Europea, en una masa de maniobras descartable y a la cual había que eliminar. Por supuesto que nada de lo que venimos diciendo justifica las atrocidades del terrorismo pero sí aportan algunos elementos para entender las causas que precipitan su trágica presencia en la historia contemporánea. Un terrorismo que, hay que decirlo, es también reflejo del otro; del que con drones teledirigidos masacran a mansalva a poblaciones civiles indefensas con tal de asestar un golpe mortal a alguien que, en algún informe de una agencia de inteligencia, aparece sindicado como terrorista o como cómplice de uno de ellos. O del terrorismo de la OTAN, que bajo el liderazgo de Washington parece empeñada en lanzar una nueva cruzada contra el Islam y, como si lo anterior fuera poco, contra los rusos. En esa clase de mundo, cuando hay millones de descendientes de los pueblos del Magreb y del Oriente Medio que han sufrido tantas agresiones desde hace tanto, era sólo cuestión de tiempo que algunos, por suerte una ínfima minoría hasta ahora, pensaran que lo único que les quedaba para manifestar su protenta es el terrorismo. Es una constatación terrible, pero que se inscribe en la lógica perversa de la forma en que el Occidente civilizado trató a esos pueblos. Y ahora la historia se cobra su revancha, de la forma más cruel. Será necesaria una enorme capacidad intelectual, ética y política para revertir esa situación. Desgraciadamente, la dirigencia europea y norteamericana (¡piénsese en un Donald Trump por favor!) no parece estar a la altura de las circunstancias. Sería una enorme imprudencia que la Argentina, como producto de cálculos económicos y políticos cortoplacistas, se alistara en el bando de las grandes potencias y, de ese modo, quedase expuesta a la represalia sus oponentes. Ese error fue cometido por el gobierno de Carlos S. Ménem y la consecuencia fueron los atentados contra la Embajada de Israel y de la AMIA. Sería imperdonable incurrir otra vez en semejante desatino.