Este espionaje no se limitó a las transacciones informáticas que tuvieron lugar dentro de Estados Unidos sino que se realizó a nivel mundial. Sucesivas informaciones hablan de otros programas llevados a cabo por el ejecutivo norteamericano en relación a los registros telefónicos de los usuarios de Verizon, AT&T y Sprint. Por su parte, el Wall Street Journal alertó a sus lectores que la NSA estaba también recopilando información de las transacciones realizadas con tarjetas de crédito. El Guardian también aseveró que Verizon está entregando los registros telefónicos de sus millones de usuarios de manera masiva e indiscriminada, sin la existencia  de una orden judicial individualizada que podría autorizar esa captura de información para personas claramente identificadas. En su descargo la empresa declaró que sólo transfirió información acerca de los metadatos, es decir, quiénes hicieron las llamadas, a quiénes, desde qué lugar, a qué horas y en que fechas, y la duración de las mismas. Pero a nadie se le puede escapar que si un monitoreo de ese tipo revela que una misma persona llamó repetidamente a un número telefónico incluido en la vastísima lista de instituciones u organizaciones sospechosas de amparar o encubrir actividades terroristas, que lo hizo desde determinados lugares, y con una determinada duración para que el contenido de esas conversaciones pueda inferirse fácilmente y ser más que suficiente para estigmatizar al usuario como sospechoso o, eventualmente, como un infractor de la Ley Patriótica.  Ley, hay que recordar, sancionada poco después del 11-S y que dota al gobierno norteamericano de prerrogativas sin precedentes en materia de vigilancia y control de la ciudadanía.

Toda esta situación ha levantado un cúmulo de críticas. Sobresale entre ellas las emitidas por la American Civil Liberties Union (ACLU), quien en un comunicado oficial dijo que desde el punto de vista de las libertades civiles, difícilmente podría existir algo más alarmante.  No sólo eso: para empeorar las cosas fueron varios los comentaristas que recordaron las palabras del por entonces candidato presidencial Barack Obama, pronunciadas  en Agosto del 2007, y según las cuales prometía que, en caso de ser electo, no habrá más escuchas ilegales a ciudadanos americanos, ni más documentos de Seguridad Nacional para espiar a ciudadanos que no son sospechosos de haber cometido un crimen. No es eso lo que hace falta para derrotar al terrorismo. Precisamente, lo que muchos se encargan de recordar es que no es precisamente el espionaje en gran escala, lanzado con una amplitud y cobertura jamás vistas en la historia de Estados Unidos, lo que habrá de terminar con el flagelo del terrorismo. Como en tantas otras cosas, Obama se olvidó de sus promesas electorales (por ejemplo, la que aseguraba que cerraría la cárcel de la infamia que todavía hoy existe en la base de Guantánamo) y autorizó una operación de espionaje como la que ha provocado la tormenta política que hoy sacude a Washington.

En vista de ello, el pasado 7 de junio, el presidente declaró: No podemos tener una seguridad y una privacidad al cien por cien, con cero inconvenientes. Como sociedad, vamos a tener que tomar decisiones. El problema es que no fue la sociedad quien tomó esa decisión sino la cúpula del Ejecutivo norteamericano, en donde ni siquiera el Congreso asumió un papel significativo en la imposición de una política que borra groseramente con el codo lo que los Padres Fundadores de la sociedad norteamericana escribieron prolijamente con sus manos en la Convención de Filadelfia de 1787. Un  hito más en el largo camino de la involución autoritaria de Estados Unidos, denunciada por algunos brillantes intelectuales como Noam Chomsky, Howard Zinn y Sheldon Wolin quienes desde perspectivas ideológicas distintas coinciden en señalar los peligros que entrañan políticas como estas, en las cuales las libertades individuales son paulatinamente recortadas en una sociedad  moralmente adormecida por la manipulación a que se ve sometida a manos de la industria cultural.

*Politólogo