En la Argentina, como en la mayoría de los países cuyo régimen político es el presidencialismo, la discrepancia entre el Ejecutivo y el Congreso suele tener graves consecuencias. A veces se insiste en que tal cosa es buena, apelando a la clásica formulación de los  contrapesos establecida por la tradición política estadounidense y adoptada por la Constitución Nacional.  Sólo que se omite decir que esos contrapesos operan virtuosamente en sistemas políticos parlamentarios en donde la figura del Ejecutivo es la de un mandatario de la circunstancial mayoría legislativa y no la expresión directa del voto popular. La experiencia reciente de Estados Unidos, en donde a causa de este conflicto el presidente Barack Obama tuvo que cerrar el gobierno,  muestra claramente los límites de aquella ingenua interpretación, válida tal vez en los albores de la república norteamericana para ya obsoleta al promediar el siglo diecinueve. Las peripecias de Abraham Lincoln para obtener una mayoría en el Congreso que le acompañase en su iniciativa de abolir la esclavitud es un ejemplo luminoso de lo que venimos diciendo.

De lo anterior se desprende que para el gobierno nacional estas elecciones asumen una trascendencia inmediata, más allá de lo que sirvan para vislumbrar lo que podría ocurrir en el 2015: una disminución de su representación parlamentaria podría comprometer, o por lo menos seriamente entorpecer, la gestión cotidiana de la administración. Dado que el Congreso actual surgió del punto más bajo del kirchnerismo (la elección del 2009) aún con una derrota en las urnas conservará una decisiva gravitación en ambas cámaras, no debiendo excluirse la posibilidad de contar con quórum propio. Claro está que en caso de que se produjese una derrota categórica en los principales distritos del país la situación podría ser muy distinta, pero la evolución de las tendencias del electorado en dos de los más grandes, la provincia de Buenos Aires y la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, no parecería aportar demasiados elementos para sustanciar esa hipótesis. En suma: con los datos que ofrecen los encuestólogos nada hace prever un cambio radical en la correlación de fuerzas entre gobierno y oposición en el Congreso. No hay que excluir, por cierto, la posibilidad de que las encuestas midan mal el sentimiento del electorado, cosa que ya ha ocurrido más de una vez en los años recientes. Pero si los datos que arrojan son confiables la conclusión a la que se puede llegar es que la composición del Congreso no habrá de sufrir profundas modificaciones. Habrá cambios, sin dudas, pero lejos de lo que muchos imaginaban.

El resultado del próximo domingo podrá fungir también como una especia de pre-interna para decidir quiénes saldrán a la cancha para competir en las presidenciales del 2005. Es cierto que dos años en la política argentina equivalen, por su densidad y vertiginosa volatilidad, a un siglo de la política suiza o noruega. Por lo tanto es preciso ser extremadamente cautos a la hora de formular previsiones de cualquier tipo. Pero según se den los resultados ciertas tendencias podrán ser atisbadas con algún fundamento. Para el oficialismo, la elección en la provincia de Buenos Aires determinará las chances sucesorias del gobernador Daniel Scioli. Una rotunda derrota de Martín Insaurralde podría sacarlo de la carrera presidencial y dar la señal de largada para una fiera disputa por la sucesión que comenzaría este mismo Domingo por la noche; pero un resultado más equilibrado, aunque sea derrota al fin, renovaría los pergaminos del gobernador bonaerense para situarlo en la pole position de esa interna. Tanto más si, contrariando absolutamente todas las previsiones de los encuestólogos, Insaurralde derrotase a Massa o llegara a un final muy ajustado. Es muy poco probable, pero la palabra imposible es de escasa utilidad en la vida política.

Por el lado de la oposición la situación es más vidriosa. Una amplia victoria de Massa lo catapultaría como un candidato natural para la presidencial; una victoria más estrecha lo bajaría a un terreno mucho más áspero.  Pero aún bajo la primera hipótesis, ¿qué hacer con los demás pretendientes? No se puede olvidar el hecho de que son muchos los que desde hace años anhelan representar con su persona las aspiraciones del confuso y heteróclito polo antikirchnerista: Binner, Macri, Lavagna, Carrió, entre otros. El ballotage de la elección presidencial operará como un factor para intensificar la intransigencia de los aspirantes y como un elemento que conspire contra la unidad de tan diverso haz de fuerzas políticas e intereses personales y de sector. Lo más probable, en este escenario, será que el proceso de convergencia del polo antikirchnerista se demore para ventaja del oficialismo-  hasta que tenga lugar la primera vuelta electoral del 2015, bajo el supuesto, siempre incierto, de que el sucesor de Cristina no alcanzaría una ventaja suficiente como para ganar en primera vuelta. Prima facie parecería que nadie está en condiciones de lograr tal hazaña, pero la historia argentina está llena de sorpresas electorales. ¿Quién podría haber anticipado a mediados del 1983 el triunfo de Raúl Alfonsín en Octubre de ese año? ¿Qué ocurrió con la interna del PJ que consagró el triunfo de Carlos S. Menem a expensas de Antonio Cafiero, cuando pocas semanas antes todas las encuestas señalaban lo contrario? Como decíamos más arriba, dos años es una eternidad en la política argentina. Las elecciones del próximo Domingo son importantes en la medida señalada más arriba y también porque nos permitirán formular algunas conjeturas, nada más que eso: conjeturas, sobre cómo se irá conformando el escenario del 2015.