El patriarcado institucionaliza la inferioridad de la mujer y alimenta una mal disimulada misoginia. El femicidio es el extremo de un continuo que comienza por el machismo y la inferiorización de la mujer, sigue con su opresión y sometimiento, alcanza renovadas cotas de agresividad con la misoginia y remata en un crescendo que va desde el acoso, el maltrato psicológico a la golpiza hasta llegar a su desenlace macabro en el asesinato. Para revertir esta secuencia es necesario ser conscientes de la necesidad de librar una gran batalla cultural, que debe comenzar desde la niñez, desde las guarderías, proseguir en todos los niveles del sistema educacional y asumir un carácter permanente como un componente crucial de educación ciudadana.

Se trata de una empresa de largo aliento que requiere una política de estado pues de lo contrario una campaña ocasional, desencadenada por una situación coyuntural, está destinada al fracaso. En esta batalla el papel de la escuela es esencial, como lo es el de los medios de comunicación que constituyen, en una esclarecedora analogía a la que apelara tiempo atrás un estudioso del tema, Karl W. Deutsch, el sistema nervioso de la sociedad que no sólo transmite información sino que, en muchos casos, la produce. Y en ese producir, en el cómo producir la información relativa a la mujer se encuentran elementos conducentes al femicidio: una mujer-objeto que se exhibe para inducir determinados consumos o aumentar el rating de un programa televisivo; un ser privado de otra cosa que no sea su corporeidad, espiritualmente vacío e intelectualmente primitivo y que, por lo tanto, justifica y reproduce el prejuicio que la humilla y somete. Combatir al femicidio y lograr que se cumpla la consigna de ni una menos, por consiguiente, requiere ir a la raíz del problema, atacarlo desde sus orígenes y fundamentos más profundos y no en sus tétricas manifestaciones finales. Por supuesto, esto no significa cruzarse de brazos ante el desenlace criminal del patriarcado y el machismo, sino que simplemente no basta con ello.

La batalla cultural, que tiene en el estado su protagonista fundamental, debe ser reforzada por un conjunto de intervenciones de las diversas instancias de la organización estatal, desde el municipio hasta la nación. En el primero, para garantizar la protección de la mujer que debe superar múltiples escollos antes de que las autoridades y las policías locales recepten sus denuncias. Cuestiones tan elementales tales como disponer de una adecuada red territorialmente establecida de defensorías de la mujer y que sean administradas y atendidas por mujeres, a diferencia de lo que mayoritariamente ocurre ahora, ayudarían a interrumpir el círculo vicioso que comienza con el prejuicio y finaliza con el asesinato. Es preciso también que tales agencias se encuentren independizadas de las comisarías dado que en estas existe una arraigada cultura machista que, como lo señalan a diario informes de prensa, terminan culpabilizando a la mujer por sus provocaciones que desencadenaron el ataque del varón que la somete y oprime. En el plano más propiamente del estado nacional se impone la necesidad de adoptar políticas más activas. Para comenzar, para llevar un adecuado registro de  los femicidios, elaborando criterios rigurosos de registro y de tipificación de ese delito. Un tema de enorme importancia es la cuestión de las víctimas de los abortos clandestinos realizados en este país dado que no sólo se mata a una mujer con un arma sino también cuando se la obliga a abortar en condiciones inapropiadas.

La efectiva despenalización del aborto sería una buena medida, largamente demorada, para disminuir los femicidios. Otro asunto, que requiere la intervención del gobierno nacional es el del registro de personas que cometieron delitos sexuales. No hay argumento alguno que pudiera erigirse en contra de esa propuesta, salvo alguna triquiñuela leguleya. Esto permitiría efectuar una labor de prevención que podría salvar muchas vidas. Además, la existencia de ese registro permitiría aplicar de manera más eficaz una legislación penal que debería castigar con mayor severidad que la actualmente vigente a los reincidentes, o a quienes han demostrado una criminal animosidad ante la mujer. La lenidad de la legislación incentiva el femicidio y la pagan las mujeres con sus vidas.

De lo anterior se desprende que la tarea a realizar después del 3 Jserá ardua, pero es impostergable. Y que esa gran batalla cultural y las múltiples formas de intervención estatal deberán ser acompañadas por el impulso originado en la actividad de otros agentes sociales. El papel del heterogéneo movimiento de mujeres es esencial, como se ha demostrado al haber instalado un tema y una fecha, impensable hasta hace pocos meses atrás. Pero se requiere aunar más esfuerzos, y otros movimientos sociales y fuerzas políticas deberán plegarse a esta iniciativa porque hasta ahora no han tenido el protagonismo que deberían haber tenido. Lo mismo cabe decir en relación a las diferentes confesiones religiosas que, salvo puntuales excepciones, construyen su credo a partir de la consagración de la inferiorización de la mujer. Hay aquí y allá algunas pocas voces disonantes al interior de esas religiones pero sus voceros oficiales nada han hecho para poner fin a esa situación. Pensemos, por ejemplo, en el debate en torno a la despenalización del aborto. Para concluir: es preciso vencer a un absurdo y brutal prejuicio que dice que el femicidio es un problema de las mujeres. En realidad, es un drama de toda la sociedad, un síntoma de una patología social que debe ser extirpada mediante un nuevo contrato social que ofrezca condiciones que hagan que la vida sea digna de ser vivida. Lo que, desgraciadamente, no es cierto para buena parte de las mujeres de la Argentina.