La reestatización de YPF se implementó mediante la Ley 26.741, que en su artículo 1º declara de interés público y como objetivo prioritario de la República Argentina el logro del autoabastecimiento de hidrocarburos, así como la explotación, industrialización, transporte y comercialización de hidrocarburos a fin de garantizar el desarrollo económico con equidad social. Para alcanzar esos objetivos, en su artículo 7 la Ley declara de utilidad pública y sujeto a expropiación el 51% del patrimonio de YPF, hasta entonces en manos de Repsol. Inexplicablemente, el artículo 15 excluyó del control de la nueva empresa de mayoría estatal a la Auditoría General de la Nación.

El proyecto de Ley fue rápidamente aprobado sin modificación alguna, pese a la insistencia de muchos sectores de la oposición, que alentaron cambios sustantivos dirigidos precisamente al logro de los objetivos que se proclamaban, pero que el proyecto oficial ponía seriamente en riesgo. La Ley finalmente sancionada dispone excluir a YPF del control externo de la AGN, al establecer que la nueva empresa continuará operando como una sociedad anónima abierta, a la que no le serán aplicables legislación o normativa administrativa alguna que reglamente la administración, gestión y control de las empresas o entidades en que el Estado Nacional o los estados provinciales tengan participación.

Si el propósito de la nueva Ley es restituir al Estado el control de los recursos naturales estratégicos, la recuperación de la soberanía energética exige también ejercer una soberanía del control para resguardar el interés nacional. De tal manera, YPF resulta un caso excepcional en América Latina, ya que las principales empresas petroleras de la región con participación estatal mayoritaria o controlante Petrobras, PDVSA, Pemex, Ecopetrol y Petroecuador— cotizan en Bolsa y son auditadas por sus respectivos órganos de control público.

Paradójicamente, tanto la exposición de motivos del decreto de intervención a YPF como la Ley de expropiación contienen elementos de juicio que justifican una activa presencia de la AGN en el control del accionar de YPF. Se da por sentado que hay grandes problemas estructurales en el sector energético argentino y como conclusión de este conjunto de argumentos el propio Poder Ejecutivo postula que para seguir avanzando por este camino, resulta central que el Estado tenga la capacidad y la potestad de controlar efectivamente la actividad del sector.

Si bien una amplia mayoría parlamentaria acompañó la recuperación de YPF al patrimonio nacional mediante la expropiación del 51% de su capital accionario, que estaba en poder de Repsol, se soslayaron algunas cuestiones claves y trascendentes al calor del entusiasmo por dejar atrás la deserción estatal de los años 90. Concretamente nos referimos a la ausencia de todo rastro de control público en la nueva empresa con mayoría estatal y en particular a la renuencia del gobierno nacional a consentir el control externo de la AGN.

Sorprendentemente, el texto legal sancionado para expropiar YPF no difiere en nada del artículo 6 de la Ley 24.145, sancionada en 1992 para privatizarla. ¿Por qué subsiste un criterio de deliberado descontrol en una empresa que pretende devolver a lo público lo que el proceso de privatizaciones le había arrancado? ¿Cómo puede ser que el Estado, luego de más de una década de haber dejado la suerte del sector energético librada a la voluntad de empresas privadas, perdiendo ventajas que llevó años conseguir, ahora pretenda desempeñar un rol protagónico amputando las facultades del órgano de control público?

Más aún: ¿cuál es la razón para negar la competencia de la AGN cuando se trata de fiscalizar a la más grande de nuestras empresas de energía? ¿Puede ser que el Gobierno Nacional confíe más en una corporación extranjera que en su órgano de control constitucional? ¿Es que acaso cualquiera de las consultoras del mundo que habrá de contratar YPF para auditar sus estados contables es más honrable que la AGN, que siempre ha defendido el interés nacional? Recordemos la responsabilidad de algunas de estas empresas, aun las que integran el grupo de las Big Five, en los gigantescos fraudes contables sobre los fondos de pensión en los Estados Unidos que sacudieron la catedral financiera del mundo entre 2000 y 2003 por haber actuado al mismo tiempo como auditoras y como asesoras de esas mismas corporaciones.

Una situación casi idéntica a la de YPF se produjo en 2007 cuando el Gobierno Nacional decidió expropiar las acciones de Aerolíneas Argentinas y Austral. En su primera presentación ante el Congreso, la empresa expuso ante los diputados que su patrimonio neto era positivo. Quince días más tarde, cuando los representantes de Marsans se presentaron en el Senado reconocieron que su patrimonio era negativo, lo que significaba en realidad un ajuste patrimonial de 150 millones de pesos. Esta disparidad encuentra su explicación en el hecho de que en aquel breve lapso de tiempo la empresa tuvo conocimiento de que, a pedido de la oposición, habría de ser auditada por la AGN, hecho que efectivamente aconteció meses más tarde y que arrojó como resultado un patrimonio neto negativo de casi 3000 millones de pesos.

¿Por qué, luego de una experiencia tan positiva de la intervención de un órgano de control como fue la de Aerolíneas Argentinas, se tomó el camino opuesto con YPF? ¿El monto de dinero que finalmente habrá de pagarse por la indemnización a Repsol es efectivamente el que el país debería pagar si la AGN hubiese intervenido en su determinación? ¿Qué ocultan los acuerdos con cláusulas secretas que realizó YPF en 2013 con Chevron?

Mientras se aparte de la defensa del interés nacional al organismo que la Constitución ha previsto precisamente para su tutela, éstas y más interrogantes quedarán sin respuesta.

*Presidente de la Auditoría General de la Nación