Publicado en el suplemento

Acciones para la Participación Ciudadana, en Diario Perfil

Tres décadas pasaron de la reforma constitucional. El país es otro, pero la Carta Magna es la misma. Hay quienes consideran que se perdió una oportunidad de introducir cambios más profundos. Uno de ellos es el abogado y jurista Roberto Gargarella. En diálogo con Acciones, el autor de La sala de máquinas de la Constitución analizó las modificaciones realizadas en su momento y las asignaturas pendientes.

- En 2015 se presentó tu trabajo “Un breve balance de la reforma constitucional de 1994, 20 años después”, donde marcabas que había sido una oportunidad perdida. ¿Seguís pensando igual?

La reforma argentina se inscribió en una línea de reformas muy propia de la América Latina del Siglo XX. Hubo una tremenda reforma, en muchos sentidos admirable, majestuosa, que fue la aparición de la Constitución mexicana. Inauguró en el mundo el constitucionalismo social, vino a poner una batería de derechos sociales extraordinaria y con un nivel de detalle y rigor impresionante. Desde ese momento, pasó algo que ni los mexicanos ni los latinos han querido ver: una es la irrupción de derechos sociales, económicos y culturales; pero hay otra parte, que tiene que ver con la organización del poder. Cuando la máxima autoridad de México en ese momento, Venustiano Carranza, hizo su discurso, dijo, en otras palabras, “hagan lo que quieran con los derechos, pero ni se les ocurra reducir mi poder porque existen sociedades muy dispuestas al desorden y la anarquía”.

Nos deslumbramos con la cuestión de los derechos, empezamos a reformar las constituciones para engordarlas en ese sentido, pero mantuvimos una organización del poder tan o más restrictiva que el legado de los Siglos XVIII y XIX.

La reforma del ‘94 encaja en esa línea latinoamericana. Incorporó algo de lo particular, expandió más la lista de derechos, apuntó en buena dirección, habló de democracia y partidos por primera vez, de derechos indígenas, pero al mismo tiempo, quedó sin tocar lo que llamo la sala de máquinas.

- ¿Qué cambios rescatás?

Se incorporó la figura del jefe de Gabinete, que era lo que (el jurista) Carlos Nino planteaba como un primer ministro. Hoy soy más escéptico, tenemos problemas más graves que esos. La Constitución del ‘94 es mejor que la anterior, mejoramos en materia de derechos, se incluyó al tercer senador, la elección directa del intendente de la Ciudad de Buenos Aires y mecanismos de control. Es mejor tenerlo que no tenerlo. Pero las cuestiones de cortísimo plazo, tanto en el peronismo como en el radicalismo, ayudaron a que lo que se podía hacer de interesante quedara empalidecido.

- ¿Era un contexto político favorable para hacer cambios más de fondo?

Tengo una visión tan crítica de las posibilidades de cambiar que, posiblemente, ningún contexto, salvo uno de crisis radical como la de 2001, hubiera permitido hacer una modificación más fuerte en ese sentido. Las consideraciones de cortísimo plazo terminan definiendo los contenidos de las reformas y sesgándolas en una dirección poco interesante.

- En esa intención de que el poder no estuviera tan concentrado, ¿hubiera contribuido cambiar a una democracia parlamentaria?

El proyecto de Nino era un modelo de democracia semidirecta. Tenía como modelo al sistema francés. Pertenecía a una generación que, cuando miraba hacia atrás, entendía que la Constitución había sido responsable, en parte, de los golpes de Estado. Existía un consenso muy extendido que planteaba que eran Constituciones rígidas, poco flexibles y sin válvulas de escape, como podría ser la existencia de un primer ministro que saltara como fusible en época de crisis. Con mandatos fijos del presidente, que son largos, de seis años, y sin válvula de escape, las crisis hacían saltar a los presidentes y ponían en jaque a todo el sistema.

El mundo de las instituciones se dividía en dos: presidencialismo y parlamentarismo. Hoy miro eso con más escepticismo. El gran problema de esta época pasa por la razonable demanda e insatisfacción social que hay en términos democráticos porque ven que hay un marco constitucional restrictivo que deja el poder concentrado en el presidente y una élite a la que uno tiene poco acceso y sobre la que se pierde control.