Publicado: 06-02-2011

Conocen el reino de la escasez y todas las facetas de la indigencia. En sus países de origen trabajan de sol a sol para a duras penas conseguir juntar monedas para no pasar tanto hambre. Fagocitados por la exclusión y la miseria, eligen el desarraigo para apostar por un futuro mejor para ellos, pero principalmente para sus hijos.

En su gran mayoría ya cuentan con familiares viviendo en la Argentina, que los tientan con un horizonte no tan lejano en el que abunda el trabajo -aunque sea el menos calificado- en el que pueden acceder a la educación y la salud en forma gratuita y que tiene una legislación nacional que promueve la migración de países del Mercosur.

Tan solo entre 2004 y 2009 se radicaron legalmente en el país 750.000 extranjeros, de los cuales el 80% provenían de Paraguay, Bolivia y Perú. ¿Quiénes son, qué vienen a buscar y cómo viven estas familias en nuestro país?

Lorena Silva tiene la mirada fija en el piso mientras espera paciente por un plato de comida en el comedor Los Piletones, de Villa Soldati. Tiene 18 años y hace sólo 6 meses se subió a un ómnibus en su Lima natal, con rumbo a Buenos Aires en donde la esperaba su pareja -también peruana-, que desde mayo se había venido a trabajar a estas tierras.

"Me vine embarazada de mi nene Leonel, que ya tiene 3 meses. La tía de mi marido que vive en La Matanza lo convenció para que viniera a ayudarla con un negocio de ropa", cuenta Lorena, sin perder su lugar en la cola que desemboca en una enorme olla repleta de guiso de fideos.

La suya fue una de las tantas familias que ocuparon el parque Indoamericano en diciembre pasado. "Fuimos a ver si podíamos conseguir algo porque estamos alquilando una habitación chiquita por 350 pesos, con baño compartido. Cuando cercaron el parque no podía salir a buscar los pañales ni la comida para el bebe. Al final nos quedamos con las manos vacías", dice Lorena, sin perder la sonrisa.

Luego de unas jornadas esporádicas en la construcción, su marido se quedó sin trabajo y está en plena búsqueda. Mientras tanto, ella almuerza todos los días en el comedor. "Sacamos turno para ir a hacer el DNI en febrero pero si no conseguimos un ingreso fijo le voy a tener que pedir plata a mis familiares para el pasaje de vuelta a Lima", explica Lorena con preocupación.

Norca Helguero es la responsable de Mujeres Peruanas en Acción, una asociación que desde 2000 brinda orientación sobre trámites, documentación y ayuda social a las mujeres migrantes. "Las mujeres que vienen de Perú son muy humildes. En general trabajan cuidando enfermos o haciendo labores en las casas. Se caracterizan por tener mucha paciencia, son muy cariñosas y tienen mucha predisposición. Como desconocen los derechos que tiene un inmigrante en la Argentina nosotros las asesoramos ", explica Helguero.

Los tres grupos de inmigrantes que fueron aumentado de forma significativa su número en la última década fueron los bolivianos, paraguayos y peruanos. Según la Encuesta a inmigrantes en Argentina (2008-2009) de la Dirección Nacional de Población, de todos los extranjeros que realizaron algún trámite de radicación, el 31,8% eran bolivianos, el 29,1% paraguayos, el 20% peruanos y el 19,1% del resto del Mercosur. De ellos, el 53,5% eran varones, en su gran mayoría tenían entre 18 y 29 años (66,5%) y el motivo principal de la migración fue para buscar un empleo mejor (39,7%).

"Hay que tener en claro que esto del aluvión migratorio es un mito. En España la inmigración representa al 15% de la población total, mientras que en la Argentina está cerca del 3%. Yo creo que este fenómeno tomó más notoriedad por la concentración urbana en la ciudad y la provincia de Buenos Aires, pero estamos lejos de los problemas migratorios de los países desarrollados", sostiene Marcela Cerruti, investigadora independiente del Conicet en el Centro de Estudios de Población.

Más allá de la virulencia del fenómeno, los inmigrantes de países limítrofes siguen ingresando, principalmente, con la esperanza de conseguir mejores oportunidades laborales a las que tenían en su país de origen, que los condenaban inexorablemente a una existencia precaria. De hecho, la encuesta mencionada, demuestra que antes de migrar el 64,7% trabajaba, y que lo siguen haciendo en la Argentina, llegando a una tasa de actividad del 88,7%. "Vienen movidos por la expectativa de un futuro mejor. Ellos creen que sus hijos van a tener más oportunidades en la Argentina. Su idea no es vivir siempre en la villa ni quedarse con un plan social. Vienen con un proyecto más ambicioso, porque migran las personas que tienen aspiraciones y un espíritu emprendedor", señala Cerruti.

Se instalan preferentemente en la ciudad de Buenos Aires, debido a la mejor accesibilidad a puestos de trabajo y a una amplia oferta de bienes y servicios públicos. Así es como las manos agrietadas de estos extranjeros se suman a las filas de las labores menores remuneradas y de peores condiciones.

Los varones se concentran en un puñado de ramas de actividad, con predominio en la construcción, industria manufacturera, comercio y servicios de reparaciones. En el caso de las mujeres, suelen desempeñarse en el servicio doméstico, en el cuidado de ancianos, en el comercio al por menor, en la confección de vestimenta o en actividades agropecuarias.

Heber Peralta es paraguayo, tiene 22 años y llegó a la Argentina justo antes de la crisis de 2001. Como tantos otros compatriotas, vino a probar suerte junto con su mamá y sus cuatro hermanos. Durante un tiempo se quedaron en la casa de su hermana que hacía tiempo vivía en San Miguel y después se instalaron en la villa 21-24 de Barracas. Ahí comenzó el derrotero de conseguir trabajo siendo inmigrante, sin documentación y sin experiencia. "Empecé haciendo changas en el rubro de la construcción y a los seis meses conseguí trabajo en esta carnicería", dice Heber, a la vez que recorre su mirada por las reses de carne que cuelgan del techo, del local ubicado en la villa, a unas cuadras de su casa.

"Allá no hay trabajo y cuando te pagan, no te alcanza para comer en el día. Mi mamá tiene mal de Parkinson y se vino a atender acá en el hospital Penna y el Rivadavia. Por suerte ahora está mejor y se volvió a Paraguay porque le costaba adaptarse. Todos los meses le mando los medicamentos que necesita", dice Heber, que terminó alquilando por $700 una casita con 2 piezas, un baño y una cocina que comparte con su hermano.

En 2003 empezó a hacer los trámites de la radicación pero tuvo muchas trabas porque era menor de edad y su madre no podía acompañarlo producto de su enfermedad. "Recién a los 18 me dieron la precaria y a los 19 la radicación que dura 2 años. Ahora se me venció y en febrero tengo turno para renovarla y hacerla permanente. Recién ahí voy a poder sacar el DNI", explica Heber.

Mientras tanto, su situación de irregular lo condena al trabajo en negro, a no poder abrir una cuenta en el banco, a no poder tener ningún servicio a su nombre, ni comprar maquinarias para la carnicería. "Me manejo sólo con efectivo. Cobro cerca de 1200 pesos por mes que me alcanzan para lo justo y necesario", dice este joven que nunca se sintió discriminado y está muy agradecido con la Argentina.

En el futuro, sueña con poder tener un pequeño negocio para poder manejarse solo y no depender de un patrón. "Vine con la intención de trabajar y de tener una vida mejor a la de antes, pero trabajando. También tengo ganas de estudiar pero me falta tiempo. Igual creo que nunca está de más aprender, así que si tuviese la oportunidad, no la desperdiciaría", reflexiona Heber con la convicción de que, con trabajo y esfuerzo, puede llegar a conseguir cualquier cosa que se proponga.

Marcial Arce, de 19 años, trabaja junto con Heber en la misma carnicería, propiedad de su cuñado. Hasta los 17 años Marcial vivió en Carlos Antonio López, una localidad paraguaya cercana a la frontera con Misiones. "En realidad, nací en la Argentina, porque a mi mamá le quedaba más cerca y la atendían mejor. Entonces cruzó la frontera y me tuvo en Misiones", cuenta Marcial, el quinto de nueve hermanos, que paradójicamente hoy tiene documento paraguayo pero no argentino.

Como 3 de sus hermanos ya vivían en la villa 21-24, ahorró plata durante dos meses para venir a instalarse en su casa. "Allá no había nada. Acá tenés posibilidades para vivir mejor y trabajar tranquilo", dice este joven que hace turnos diarios de 7.30 a 13.30 y de 17 a 21.30.

Hace un año y siete meses que vive solo, en una pieza chiquita que alquila por 450 pesos, con baño compartido. Este año terminó la primaria en la Escuela San Blas y piensa seguir el secundario. "Me aceptan en la escuela secundaria pero no me dan el título si no tengo el DNI. También me lo piden para cambiar de trabajo, para comprar cualquier cosa o para tener un contrato de alquiler", explica Marcial, que a pesar de todas estas complicaciones, nunca inició el trámite para regularizar su situación. "Me tengo que ir a Misiones para conseguir la partida de nacimiento y después juntar un montón de plata para poder sacarlo. Creo que sale cerca de 3000 pesos y algunas veces ni siquiera lo conseguís", dice Marcial, quien tiene la intención de ahorrar para poder algún día poner su propia carnicería.

Cerruti, además de investigadora independiente del Conicet en el Cenep, es autora del libro Salud y migración internacional: mujeres bolivianas en la Argentina , en el que argumenta que existe un grave problema de registro de información sobre la salud de los inmigrantes. Los registros hospitalarios presentan ambigüedades y confusiones para definir a la población, lo que redunda en un desconocimiento de la demanda real y de los problemas de salud de la población inmigrante.

Otra de las conclusiones a la que llega Cerruti es que los centros de salud señalan a las problemáticas sociales de la comunidad boliviana (su situación laboral tanto en los talleres textiles como en la agricultura), las condiciones de explotación y las peores condiciones de salud de los inmigrantes recientes como principales causas de afectación de su salud, en particular de la alta incidencia de la tuberculosis.

María Guarachi Coca bien podría haber sido un caso de estudio del libro de Cerruti. Tiene 47 años, es oriunda de Cochabamba, Bolivia, y hace 12 años que vive en la Argentina. De su tierra natal, se trajo a cuesta un mal de Chagas que le genera una terrible fatiga y la tira para abajo. Además, su cuerpo está expuesto a una diabetes mal atendida que la está dejando ciega, a una hipertensión que en cualquier momento le puede jugar una pasada y una obesidad que se empeña en no dejarla caminar.

Todos los días saca la máquina de coser a la vereda de su casa de la villa 21-24 de Barracas -en la que vive con su esposo, su hijo y su sobrino- y espera sentada a que los clientes vengan con sus zapatos para que ella los arregle. "El médico ya me dijo que tengo que dejar este oficio porque el pegamento me hace mal y porque no puedo estar tantas horas sentada", cuenta María, quien sabe leer y escribir, pero nunca fue a la escuela.

A los 12 años empezó a vender verduras en carretilla y a ocuparse de las tareas domésticas. Ya casada, en 1999, se instaló con su marido en Salvador Mazza, una localidad del extremo norte del país, en Salta, dejando a sus dos hijos viviendo con su madre. Luego de estadías en el Bajo Flores y el Mercado Central, desembocaron finalmente en Barracas.

"Ya habíamos tenido otro hijo y mi marido no conseguía trabajo. El nene me pedía pan y yo no sabía qué hacer. Entonces empecé a changuear en el Mercado Central por algunas monedas. Llegaba a casa llorando del dolor, pero por lo menos le podía dar de comer a mi hijo", recuerda María, que pudo comprar un terrenito en la villa, en el que la planta baja funciona como negocio y en el primer piso viven como pueden.

Recién hace dos años que consiguió su DNI. Al ticket social mensual de $150 del gobierno de la ciudad le suma los $50 diarios que saca de los arreglos de zapatos para poder comer. "Con esto tengo que ir a comprar el pollo y el arroz para la cena. Al mediodía almuerzo en el Comedor Padre Daniel de la Sierra, que reparten viandas para hipertensos. Pero en realidad tendría que comer comida sana todo el tiempo como leche descremada, pescado, frutas y verdura pero son productos muy caros", cuenta María, que recibe los medicamentos y la insulina que necesita de la salita del barrio, pero que regularmente tiene que ir al hospital a hacerse estudios.

Su marido hace changas de albañilería y cerrajería. Ella podría cobrar una pensión por discapacidad, pero le piden un mínimo de 20 años de residencia en la Argentina. "Para los beneficios sociales, como regla, te piden 20 años de residencia. Para la pensión por más de 7 hijos te piden 15 años y para la pensión por vejez más de 30. Sólo en el caso de la asignación universal por hijo piden algo más razonable que son 3 años de residencia del hijo", explica Diego Ramón Morales, director del Area de Litigio de Defensa Legal del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS).

A María le duelen el brazo y la cadera de tanto traccionar la manija de la máquina de coser y explica que últimamente tuvo menos trabajo por las fiestas. "Si tuviera la plata necesaria para mantenerme me dedicaría a caminar como me indicó el médico y a estar más tranquila. Mientras tanto, me gustaría cambiar de rubro y vender verduras o helado, pero el tener que ir tan seguido al hospital no me lo permite", cuenta María, esclava de un trabajo que todos los días le magnifica los efectos de sus enfermedades.
 
En la ciudad hay 18 villas y unos 26 asentamientos, cuya población aumentó un 40% en los últimos diez años, según estimaciones de la Dirección de Estadísticas y Censos porteña. De acuerdo con un diagnóstico de Déficit Habitacional elaborado por la Sindicatura General de la ciudad, el 51,6% de los extranjeros que hay en la ciudad viven en villas . Un censo realizado en 2009 por la Dirección de Estadísticas porteña, además, revela que el 51% de los habitantes de las villas 31 y 31 bis de Retiro son extranjeros y solo un 29% es oriundo de la ciudad. Dentro de los extranjeros, la mitad son paraguayos, un tercio de Bolivia y menos del 20% del Perú.

Isidro Manuel Resquín no es sólo un número más que viene a engrosar las estadísticas de paraguayos que viven en las villas porteñas. Tiene 23 años y en 2006 cruzó con sus papás y sus 4 hermanos de San Lorenzo a la villa 21-24 de Barracas, sin escalas. "Trabajaba en una estación de servicio y me pegaron un piedrazo en el ojo mientras miraba una pelea callejera y me lo reventaron. Entonces nos vinimos para acá para que me hicieran una prótesis. Primero me atendieron en el hospital Santa Lucía y después en una clínica privada", dice Isidro, que había terminado el secundario en Paraguay y acá trabaja haciendo changas de electricista con su cuñado.

Sus padres son encargados de una granja de recuperación de adictos al paco en General Rodríguez, y él trabaja ahí los fines de semana. Como lo quieren tener en blanco, va a empezar los trámites para obtener su DNI, que también necesita para sacar el registro para conducir y anotarse en la universidad. "Nunca me ocupé demasiado porque siempre me quise volver. Por ahora me quedo porque toda mi familia está acá", cuenta Isidro, con la intención de terminar de estudiar y volver a Paraguay.

Su tía, Isidora Resquín, tiene 56 años y entró en el país allá en la década del 70. Trabajó durante décadas de empleada doméstica y hoy que sus tres hijos más grandes ya se casaron, le quedaron libres dos piezas que alquila cada una por $500. "El problema es la discriminación. Me revienta que la gente piense que somos unos paraguayos muertos de hambre porque no es así. Venimos a ganarnos el pan con el sudor de nuestra frente", dice Isidora.

El padre Sante Cervellín, director de la Fundación Comisión Católica Argentina de Migraciones, recibe todos los días a inmigrantes que necesitan asesoramiento, con complicaciones de todo tipo; también hace la salvedad de que, muchas veces, son los mismos extranjeros los que -por desconocimiento o por desfases culturales- pecan de negligentes. "A menudo sucede que son ellos mismos los que no mandan a sus hijos a la escuela ni inician los trámites para el DNI. No se puede exigir todo de una Nación, el migrante también tiene que poner de su parte. En este sentido, creo que la Argentina les da bastante", agrega Cervellín.

Esto lo tiene en claro Teresa Orellana Ceballos, quien llegó hace dos años de Bolivia con un objetivo claro: ahorrar lo suficiente como para poder volver a su país y comprarse un lote para dejarles a sus hijos.

Vino junto con su marido y sus 5 hijos, que van desde los 3 a los 11 años y se instalaron en la villa 21-24 de Barracas. "Vine a buscar trabajo y ganar un poco más porque no me alcanzaba para alimentar a mis hijos. Yo hace 10 años que no trabajaba porque me tenía que ocupar de los nenes y ahora hago algunos trabajos de limpieza que me dan $500 por mes", dice Teresa, quien deja a su hija de 11 años a cargo de sus hermanos más chicos, mientras ella no está en la casa.

Su marido es albañil por cuenta propia y todavía no empezaron ningún trámite para regularizar su situación legal. Una de sus mayores dificultades fue conseguir una pieza porque nadie le quería alquilar con tantos chicos.

Teresa tiene muy en claro que 2015 es su fecha límite para volver a Bolivia, con todo lo que hayan podido juntar. "Los adolescentes acá empiezan a robar y a drogarse y yo no quiero eso para mis hijos. Por eso sé que sólo nos vamos a quedar unos años más", agrega.

Cervellín aporta un abordaje interesante a la problemática de los inmigrantes en el país, y es la necesidad de poner el foco en lo laboral. Para él, hay que elevar el concepto del extranjero a la categoría de trabajador migrante y generar políticas que mejoren las condiciones de todos los trabajos. "Los inmigrantes no vienen para cambiar el aire sino a conseguir un mejor trabajo. Entonces, hay que aportar a que más allá de la nacionalidad o de lo que uno haga, todos tengan un trabajo digno por el que cobren una buena paga", dice Cervellín.

A su vez, hace responsable de la reciente ebullición que desembocó en los hechos violentos del parque Indoamericano a la falta de un proceso de interculturalidad, capaz de lograr una síntesis entre todas las culturas que habitan el territorio. "Es necesaria una integración que permita llegar a una síntesis de lo bueno de las culturas. Este es un proceso muy lento que lleva a la interculturalidad. Uniendo las culturas llegamos a tener una humanidad que se enriquece mutuamente, y le aporta una realidad diferente a otro que no la conocía", concluye Cervellín.

En definitiva, la Argentina sigue siendo un país de fronteras abiertas y atractivo para los inmigrantes. El desafío es que éstos -como todos los argentinos- puedan tener asegurados sus derechos básicos y llevar una vida plena.