El problema de la desigualdad social
La distribución del ingreso o riqueza de un país da cuenta del modo en el cual el producto total allí generado se reparte entre los trabajadores y los empresarios. Esto brinda una idea acerca del bienestar de la clase asalariada, por cuanto ésta se apodera de un determinado porcentaje de su trabajo a través de su salario. Muchos debates en Argentina se encuentran fuertemente condicionados por la disponibilidad de datos de encuestas comparables o de números oficiales confiables. Este parece ser el caso de la distribución del ingreso y de la pobreza.
La inequidad es la característica manifiesta y contundente de la distribución del ingreso en nuestro país. Prácticamente, no hay diagnóstico social, económico o político-institucional que la soslaye. La desigualdad ha aumentado significativamente durante los últimos 50 años. Las economías más débiles y atrasadas de Europa en los comienzos de la segunda posguerra (Portugal, España) tuvieron en ese aspecto un comportamiento posterior muy superior al argentino. Argentina tenía en la década del 70 un reparto de ingresos similar al de los países desarrollados. El año 1974 muestra una inclinación favorable a los trabajadores, hecho que se corresponde con un adecuado desarrollo económico; en efecto, se observan situaciones en las que la “Retribución al Trabajo Asalariado” supera al “Superávit Bruto de Explotación”, al tiempo que gran parte de este último es destinado a la reinversión productiva. En cambio, la década del ´90 ha sido escenario de un incremento de las disparidades en los ingresos.
La participación en el ingreso de los asalariados se redujo del 49,69% en 1950 al 25,07% en el 2006 (“DISTRIBUCIÓN DEL INGRESO EN ARGENTINA 1950-2007”, APOC). Eduardo Basualdo, en su trabajo “LA DISTRIBUCIÓN DEL INGRESO EN LA ARGENTINA Y SUS CONDICIONANTES ESTRUCTURALES”, ubica en 28 por ciento la participación de los asalariados en el ingreso en el año 2007, número inferior al 31 por ciento vigente en 2001. Para 2008, el Instituto de Estudios y Formación de la Central de Trabajadores Argentinos cifró esa participación en el 28,6%. El INDEC, con su metodología, dio un guarismo del 43,6%.
La equidad es un imperativo categórico de la sociedad que tiende a la justicia y un reaseguro de la democracia. Un progreso en la dirección de la equidad exigiría controlar la magnitud de las desigualdades en el reparto del producto total de un país.
La desigualdad de ingresos se mide por el denominado coeficiente de Gini, el cual varía entre 0 y 1; un coeficiente igual a 0 se corresponde con la perfecta igualdad (todos tienen los mismos ingresos), mientras que un coeficiente igual a 1 se corresponde con la perfecta desigualdad (una persona tiene todos los ingresos y los demás ninguno. Hay casi tantos números de coeficiente de Gini para la Argentina como consultoras se dedican a su elaboración: tenemos un rango entre 0,47 y 0,52. El INDEC dejó de publicarlo a partir del primer trimestre de 2007. Estadísticas internacionales muestran a Zimbabwe con un índice de 0,52 y que el promedio mundial es 0,40.
El aumento de la desigualdad ha tenido consecuencias en términos de pobreza y bienestar general, aún en momentos donde se han observado índices de crecimiento en la economía nacional. Después de la salida de la convertibilidad, nuestro país mostró tasas de crecimiento anuales de su PBI del orden del 9%, lo cual no se trasladó a una correlativa mejora en la distribución del ingreso. La población del Gran Buenos Aires que se encontraba por debajo de la línea de pobreza aumento del 5% en 1974 al 53% en el 2002. Descendió de este pico en los años posteriores, pero a pesar de que el PBI aumentó en este lapso un 52%, el porcentaje de pobres en esa misma región rondaba en mayo pasado el 37% (encuesta de SEL Consultores).
La resolución de un problema no está bien encaminada cuando uno hace sus análisis y saca sus conclusiones sobre la base de realidades artificiales. La redistribución de recursos de los más ricos a los más pobres es una tarea política. El gobernante debe tener la honestidad de querer ver el problema y la voluntad de usar bien los instrumentos fiscales que están a su disposición. La política fiscal tiene múltiples repercusiones distributivas. Dentro de ella, la política presupuestaria puede hacer su aporte con un gasto público bien inspirado y orientado y con transferencias directas de rentas, todo ello exento de discrecionalidad electoralista. Un sistema tributario más progresivo puede servir también para amortiguar el impacto distributivo de los fenómenos de mercado. Para llevar adelante esa tarea política se requiere un Estado inteligente, con capacidades de planificación, ejecución, evaluación y control. Hoy está en notoria falta con respecto a esas habilidades. Las obras públicas de infraestructura puedan hacer una significativa contribución a mejorar las condiciones de vida de las personas de bajos ingresos, en la medida que reúnan estándares de calidad, sean las adecuadas en función de la necesidad y la localización, y se hagan dentro de plazos y presupuestos razonables.
Hay una cosa de lo más importante que un liderazgo democrático, inteligente y sensible seguramente va a considerar de resolución prioritaria: las instituciones republicanas no pueden progresar y consolidarse en niveles altos de calidad si deben convivir con escandalosos niveles de pobreza, desigualdad y exclusión. En esa situación continuarán enseñoreados los vicios del clientelismo y el patrimonialismo.
Hugo Quintana