Todas las organizaciones humanas necesitan una ética: la sociedad, el Estado, una empresa, una corporación profesional. La ética en el Estado consistiría en el ejercicio de la función pública con la mira puesta en los valores del sistema democrático y en el servicio al público. El arraigo  de principios éticos en las organizaciones estatales coloca a éstas en mejores condiciones para cumplir las exigencias propias de su función pública y su responsabilidad de generación de valor social o público. Es que esa internalización crea un “clima” de confianza que promueve y facilita la comunicación, los intercambios y la cooperación y torna más normales y predecibles las acciones de los miembros de la organización.        

Las convenciones internacionales de lucha contra la corrupción, sancionadas por la OEA y la ONU y adoptadas legislativamente por nuestro país, recomiendan la puesta en práctica de códigos de ética o conducta en el ámbito del Estado para el correcto, honorable y adecuado cumplimiento de las funciones públicas. 

Un código de ética constituye una exposición abarcadora de los valores, principios y normas fundamentales que deben observar las autoridades y trabajadores de una organización en su labor cotidiana, orientada a prevenir conflictos de intereses, asegurar la preservación y el uso adecuado de los recursos, motivar la denuncia de los actos de corrupción y ganar la confianza social en la integridad de la organización y de sus miembros.  

La creciente demanda de bienes y servicios públicos, constantemente superior, en términos monetarios, a los recursos financieros disponibles, plantea elevadas exigencias éticas a la organización estatal y al personal que ella emplea. El código deontológico para el sector  debe tener en cuenta tanto los comportamientos éticos requeridos a los funcionarios públicos en general, como los propios que emanan de la naturaleza de un programa, proyecto o servicio público en particular.

Los beneficiarios de un programa, proyecto o servicio del gobierno, los contribuyentes al Tesoro y la sociedad en general tienen derecho a esperar que la conducta y el enfoque de las oficinas y oficiales públicos sean irreprochables, no despierten sospechas y sean dignos de respeto y confianza. Las autoridades y los trabajadores deben conducirse de un modo que promueva la cooperación y las buenas relaciones internas y con la comunidad o población a la que sirven. La confianza y el respeto públicos que suscite el ente estatal dependerán básicamente de la actitud de compromiso y de las realizaciones orgánicas de todos sus integrantes. Es vital que exista y rija un código de ética o documento semejante para emitir el mensaje a la sociedad de que la organización estatal procura rodear sus planes, decisiones y acciones de convenientes garantías de honestidad, eficacia y equidad.

Un código de ética, participativamente elaborado y adecuadamente internalizado, significará un decisivo aporte a mejorar la capacidad institucional del ente estatal, en el sentido de consolidar un estilo de gestión que garantice la aplicación eficiente y regular de sus recursos, la eficacia de sus programas y la claridad y oportunidad de la rendición de cuentas.

En la medida que la práctica cotidiana de las normas de conducta vaya elevando el nivel ético del ente estatal se harán evidentes, registrables y hasta valorizables  los beneficios que reporta ese “clima” organizacional a los usuarios y destinatarios de sus bienes y servicios. Una elevada ética extendida por todo el sector público, con más exigencia para las altas magistraturas, contribuirá a moldear en forma positiva el carácter moral de una sociedad y a alisar y ensanchar el camino de su desarrollo económico y humano.