En las sociedades abiertas y pluralistas, la política es la vía y el medio legítimos para acceder al poder que permite el gobierno de los asuntos públicos en dirección al bien común. En ese contexto, los partidos políticos son actores principales del proceso político, ya que realizan una función de mediación entre el ciudadano y el Estado. Los partidos políticos son una “institución visible” que opera dentro de la megainstitución democracia, expresando y sometiendo a la consideración y votación públicas un programa de gobierno de la sociedad en su conjunto. El Estado democrático, en palabras del profesor García-Pelayo, se configura en la práctica como un Estado de partidos.

La eficacia de los partidos políticos en el ejercicio de esos roles dependerá de su grado de institucionalización. Este será tanto mayor cuanto más constantes y amplias sean las acciones de promover la difusión y actualización de su ideario, el estudio de los grandes problemas públicos, la capacitación de sus dirigentes, la competencia interna entre ellos por los cargos electivos, la participación de todos los afiliados en igualdad de condiciones.

La Constitución Nacional, en su artículo 38, reconoce a los partidos políticos como instituciones fundamentales del sistema democrático, por lo cual garantiza su organización y funcionamiento democráticos, la representación de las minorías, la competencia para la postulación de candidatos a cargos públicos electivos, el acceso a la información pública y la difusión de sus ideas. La Ley 23.298, Orgánica de los Partidos Políticos, les asigna el carácter de “instrumentos necesarios para la formulación y realización de la política nacional” y les otorga potestad para la postulación de candidatos a cargos públicos electivos.

El cumplimiento leal de la representación política implica que el elegido debe prioritariamente tutelar los intereses generales de la sociedad y no ser el gestor de los intereses de tal o cual categoría de ciudadanos, aun cuando la intervención electoral de éstos haya sido decisiva para su elección. El ideario o el programa de gobierno de un partido político son una interpretación de esos intereses generales y una visión sobre la mejor manera de implementarlos. Advertía Raúl Alfonsín que “a caballo de la transposición entre la representación política y la puesta en escena de esa representación, muy en línea con el auge neoconservador, se montó la idea de la necesidad de votar por personas y no por partidos o programas”. Ante ello, el político de esta “era de la imagen” aparece más preocupado por construir una propia personalidad pública y menos por afianzar el protagonismo del partido político. La reputación es parte de esa personalidad pública. Es bueno que se evalúen los antecedentes de los candidatos; no es bueno que, en el altar de la imagen y de los proyectos personales, se sacrifiquen la identidad, la institucionalidad y la vida interna de los partidos.  En esas condiciones, acallado el debate interior a favor de un oportunismo pragmático, se exponen al riesgo de ser dominados por una oligarquía que se recicla permanentemente en el circuito electoral y se refuerza con el nepotismo y el amiguismo.

Nuestra baja calidad institucional general es también producto del languidecimiento de los partidos políticos. El vaciamiento de los partidos abre la puerta para la adulteración de las formas institucionalizadas de representación política. Es preciso exigir la restauración inmediata de la institucionalidad partidaria, lo cual comprendería la formación de cuadros dirigenciales, la existencia de competencia interna y la generación de ofertas electorales auténticas. De lo contrario, asistiremos a un maltrato creciente de la Constitución y de las reglas básicas del sistema político por la adopción de procesos y procedimientos electorales cada vez más anómalos.

Hugo Qintana