Estaban ahí. En el principio no nos dimos cuenta, pero estaban ahí. Cuando en esa niñez de aprendizajes llegábamos al borde, sus 20 cm eran un abismo. En la infancia todo se ve grande, lejos y alto.

Aparecía la advertencia y la mano de la madre, el padre, el hermano mayor, para cruzar la calle. Ya nos estábamos enterando como venía la mano. 

El cordón de la vereda, que estaba ahí, en algún momento cobró visibilidad de límite. Hasta él se llegaba y, entre ese borde adoquinado y las paredes aparecían los amigos y los juegos. 

A sus pies urbanos, en los otoños, se juntan todas las hojas que son del viento para esperar la orden del nuevo vuelo. 

Los cordones por estos días ya no son de piedra. En algunos casos tienen colores amarillos, o azules o rojos. Muchos están privatizados de prepo y confunden. Pero la línea que trazan continúa marcando la senda de la infancia. No estamos perdidos.