El flagelo de la corrupción
De acuerdo con los resultados de una encuesta realizada en noviembre pasado por el Centro de Opinión Pública de la Universidad de Belgrano, una apreciable cantidad de los ciudadanos de la Capital Federal –o al menos una selección de ellos- tienen la percepción de que la sociedad argentina está atravesada por altos niveles de corrupción: así lo estima el 74% de las personas consultadas. Por otro lado, el 52% de la muestra cree que la corrupción ha aumentado durante los últimos 5 años y que Argentina acusa mayores o iguales grados de corrupción que el resto de los países de América latina. Otro dato destacable del relevamiento es que el 64% de los encuestados manifestó estar muy preocupado por el hecho de que sus hijos tengan que vivir y educarse en un país con los niveles de corrupción que le reconocen a la Argentina.
APOC ha trabajado en la aproximación a un diagnóstico de la corrupción y a un conjunto de medidas básicas para combatirla. Los presentó en el curso del “IV ENCUENTRO INTERNACIONAL SOBRE LA SOCIEDAD Y SUS RETOS FRENTE A LA CORRUPCIÓN”
Si bien parece arraigada la idea de que la corrupción es exclusiva de las administraciones públicas, en realidad ella, como conducta indecente, no está circunscripta a esos ámbitos, sino que también es verificable en la actividad privada. Hay actos de los directivos y ejecutivos de las empresas que dañan a un colectivo de gente, o de interesados como los accionistas y los empleados, y decisiones de la administración de las empresas como tales que perjudican el interés general. He aquí algunos ejemplos: la ejecución de operaciones financieras ficticias y fraudulentas que pulverizan el empleo y el ahorro de miles de personas, el ocultamiento de transacciones o activos o el abultamiento artificial de gastos para evadir impuestos, la desaprensión ambiental, la informalidad de las relaciones laborales, la explotación del trabajo infantil y de los inmigrantes, el agio, la “cartelización” de los contratistas del Estado para cobrarle precios excesivos, los márgenes de ganancias abusivos como resultado de la concentración económica, el lobby corporativo para trasladar la totalidad de los costos de las crisis hacia otros sectores de la comunidad.
La corrupción como estrago, la corrupción desenfrenada es el peor de todos los estados; es la descomposición de los valores; es el “imperio de las malas costumbres”. En esos casos, están generalizados las malas artes, las malas prácticas, los malos ejemplos; campea un estado de irreverencia a la ley a todo nivel, político, popular y de cualquier dirigencia. El cumplimiento leal de la norma es una molestia y, como tal, debe ser obviado en aras de criterios prácticos o conveniencias o intereses particulares que se colocan por encima. Si los delitos contra la administración pública son moneda corriente es porque hay un “clima social” permisivo, de alta tolerancia a la ineficiencia, a la rapiña, al latrocinio.
Actos corruptos hay en todas partes del mundo; si son aislados, esporádicos, episódicos, si se detectan y castigan no tendríamos, en principio, un gran problema. El problema es algo realmente serio y grave, si los actos corruptos son una constante, si quedan impunes, si son absorbidos o “naturalizados” por la apatía social.
¿Cómo combatir este flagelo? ¿Cómo cambiar este estado de cosas? ¿Cuál sería el antídoto? Hay tres remedios para iniciar el proceso de cura, que será largo y de mejoras “incrementales”, a saber: liderazgo, educación y sanción.
Se necesitan liderazgos democráticos, republicanos, que den ejemplos de obediencia a la ley. El liderazgo incluye la voluntad política de combatir la corrupción. Esencialmente, la tarea del liderazgo consiste en la elevación de las conciencias en tal grado que lleve a la gente a sentir el deber de participar y movilizarse para la acción transformadora. El líder refuerza la acción transformadora con sus propios actos cuando éstos traslucen una práctica coherente con los valores que se quieren socializar.
Y como de socializar se trata, ahí aparece la educación. Hay que educar, a todo nivel, en valores. Esto requiere la intervención activa y comprometida de los medios de comunicación. En las organizaciones públicas se deben establecer programas sistemáticos de capacitación en valores para fomentar un servicio civil dedicado y honesto. Es relevante que los valores se divulguen, se afiancen, se estabilicen.
El ejemplo y los valores se refuerzan con la justicia. Insistimos con esto: el castigo justo de los crímenes juega un papel instructivo. La impunidad contagia y seduce No hay nada peor para moldear el carácter moral de una sociedad que el que ésta verifique que la impunidad está enseñoreada. Para que las faltas y las irregularidades sean sancionadas, primero es necesario que sean detectadas; aquí es donde aparece la necesidad de la colaboración activa de los organismos de control. Su trabajo será eficaz en ese sentido en la medida que cuenten con presupuestos adecuados, garantías de independencia de criterio y una buena base profesional.
La corrupción sistémica, por supuesto, no es gratuita, ni neutral, ni indoloro; tiene altos costos sociales y económicos. Por ejemplo: debilita, o directamente anula, la capacidad del Estado de provisión de bienes públicos, de prestación de servicios básicos y de cumplimiento de sus funciones esenciales con criterios de universalidad y equidad; distrae, consume recursos que, de otro modo, podrían ser aplicados al desarrollo de obras públicas y a la ejecución de programas sociales requeridos para el desarrollo humano y una convivencia armónica dentro del sistema democrático; obstaculiza la distribución eficiente de los recursos necesarios para abatir la pobreza; socava la confianza de la sociedad en el sistema político.
Si bien una encuesta con una expansión poblacional y territorial, y cuestionario diferentes de los que utilizó la comentada al inicio, podría llegar a mostrarnos que la corrupción no figura entre los principales cosas que, hoy en día, afligen o preocupan a la mayoría de los argentinos, es necesario hacer los esfuerzos para extender la comprensión de que ese fenómeno malsano está correlacionado con los problemas de inseguridad, de carencias sociales y de infraestructura, con la destrucción de empleos, que sí parecen contar en este momento con la prioridad de la gente.
La lucha contra la corrupción requiere, ante todo, la voluntad política de emprenderla y el deber ciudadano de exigirla. Desde el punto de vista técnico, reclama un planeamiento específico e integrador de acciones diversas que contemple la remoción o reducción severa de sus causas estructurales y la detección y prevención de sus manifestaciones individuales. Por la complejidad que reviste, no es, por lo tanto, una tarea que pueda ser encarada exclusivamente por un organismo estatal de fiscalización.
Hugo Quintana