Un informe de la UNICEF sobre el estado mundial de la infancia está ilustrado con una foto en la que se ve a un niño sentado en las vías del tren en el centro de Yacarta. Como lo sugiere la imagen, chicos de la calle los hay en todo el mundo. Esta conclusión no es una racionalización para calmar la conciencia local, como cuando se quiere justificar la pobreza diciendo que pobres siempre hubo. Simplemente, es el aserto de que el desamparo, la desnutrición y el abuso de niños están distribuidos a escala planetaria. Chicos de la calle es su denominación oficial, chicos en la calle es una expresión más correcta.  Para el abordaje político, comunicacional o académico, el desprecio y la incomprensión los sustantiva de “rateritos”, “villeros”, “roñosos”, “desechable”, etc.

Los chicos de la calle son y hacen lo mismo en todas partes: abren las puertas, limpian los parabrisas de los autos, realizan malabarismos o acrobacias, piden dinero, inhalan pegamento, duermen en estaciones, escondrijos, veredas.  Hay para ellos una definición sociológica: es aquella parte de la población infantil que vive o hace de la calle su lugar, sin tener referencia en hogar o familia estable.   Ven sin que los vean, miran sin que los miren.  En cada sociedad se cuentan por miles y en el mundo por millones, pero así todo no se ven, la invisibilidad les impone el silencio.  No es una invisibilidad “física”; su existencia es negada por cálculo o prejuicio.  No los ven porque no votan y el cuerpo social no ve su humanidad sino un peligro en potencia.  Al igual que los personajes del “Ensayo sobre la ceguera” son ciegos que, viendo, no ven.

Tal cual ocurre con otros aspectos de la vida social, el arte es el que ha enfocado la situación de los niños de la calle con mayor realismo, profundidad y sensibilidad.  Aparece reflejada en cientos de canciones populares, en el cine y en la literatura.  La población con una sensibilidad seguramente distinta es ganada por el miedo, miedo que paraliza, que convierte una realidad dolorosa en parte de la geografía cotidiana.  Esa es la cuestión: no nos sintamos tranquilos sólo con el hecho de dar una moneda; es necesario que los argentinos nos afirmemos en la convicción de que esos niños tienen todo el derecho a disponer de la oportunidad de alcanzar una vida mejor.  El futuro significa muchas cosas, entre ellas la más importante es estar ahí en la forma que uno ha decidido con libertad y sin apremios.

En el mes de noviembre se cumplieron 20 años de la sanción de la Convención de las Naciones Unidas sobre los Derechos del Niño.  La promesa de la Convención es lograr que los gobiernos y los estados del mundo asuman el compromiso de garantizar a los niños y niñas el disfrute de los derechos humanos básicos.  Esta Convención fue incorporada a nuestra Constitución Nacional por la reforma de 1994.  Desde entonces, y antes también, hemos estado asistiendo a una violación sistemática de los derechos de ellos a una alimentación suficiente, nutritiva y balanceada, a la salud, a la educación, a la protección contra cualquier acto de violencia.  La Constitución de 1949 no contenía un tratado de derechos de la niñez. Tenía apenas una breve referencia a los niños dentro de los derechos de la familia.  Pero eso no fue óbice para desplegar una monumental obra de asistencia y atención a la infancia como nunca se volvió a ver.  La política pública de entonces contemplaba integralmente los espacios de inclusión y contención que hoy se recomiendan: la familia, la escuela, el deporte.

Para que los niños en la calle sean parte del futuro, es necesario que recuperen su visibilidad; la solidaridad, el amor y la comprensión los hace visibles, la invisibilidad es su condena.

Y nuestro fracaso.

Hugo Quintana