Las rejas están ahí. Cualquier habitante urbano se ha acostumbrado a ellas y ya no las ve. Pero están ahí.

En las ventanas, en los balcones, circundando las plazas, o los jardines. Advirtiendo edificios públicos, piletas y puertas.

Fijadas alrededor de los monumentos, bordeando costas. En los corralitos de la niñez y en las cárceles y jaulas.

Todas las rejas tienen un adentro y un afuera. Con mejor o peor suerte pasamos de un lado a otro.

Tanto lo hacemos que solemos confundir lo estrecho de lo amplio, el hasta y el hacia, lo protegido de lo expuesto.

Las rejas están ahí, son un límite claro pero difuso. Las rejas tienen nuestros rostros y nuestro espíritu. A ellas se aferran nuestras manos.

Las rejas demuestran que la seguridad y la libertad no son sinónimos.