El presupuesto público moderno es un conjunto ordenado de políticas, objetivos, metas y recursos, un verdadero programa de gobierno. Como tal, tiene la capacidad de afectar el sistema económico general de una sociedad y la vida y la fortuna de sus miembros individuales. De ahí que, en las democracias republicanas, el diseño y la puesta en práctica de ese programa no puede ser la decisión de un solo Poder del Estado. Por la magnitud de sus consecuencias, por el volumen de los recursos sociales allí comprometidos, requiere el funcionamiento de los mecanismos de representación popular y de deliberación pública, radicados por excelencia en el Parlamento. Por ello, el presupuesto público es, primero de todo, inevitable e indispensablemente, un pronunciamiento parlamentario. Nuestra pieza jurídico política principal, la Constitución Nacional, se hace eco de esa regla del gobierno equilibrado y la recoge en su artículo 75, inciso 8.

La Ley 24.156, de Administración Financiera, vigente a partir del 1° de enero de 1993, aparece informada –entre otras cosas, en el loable propósito de hacer realidad la letra constitucional, a partir de generar una “cultura presupuestaria” basada en sanos y republicanos principios de finanzas públicas. Uno de ellos es que el proceso presupuestario, por el impacto que le hemos reconocido, está dividido entre los ramos del gobierno. Así la asignación del presupuesto, esto es, la votación de la cantidad total de dinero que se va a gastar en un ejercicio financiero, las finalidades del gasto público y la del monto de los recursos que financiarán las erogaciones, corresponde al Poder Legislativo. El presupuesto público es una Ley en todo sentido, por la forma y por la materia. Esta ley no sólo trasunta un programa de gobierno, sino también  un acto de control preventivo de un Poder sobre otro. Con imperfecciones, debidas sobre todo al escaso interés de los oficialismos en abrir el texto presentado por el Ejecutivo, y desgarramientos, a causa de la utilización extendida del DNU y de “superpoderes”, esta forma fundamental de la democracia se ha respetado puntillosamente durante toda la vigencia de la Ley 24.156. Ahora algo se ha quebrado, dejando un regusto a más retroceso institucional. En virtud de que el Poder Ejecutivo no consiguió en el Congreso la aprobación de su proyecto de presupuesto 2011, mediante Decreto N° 2053/10 ordena al Jefe de Gabinete de Ministros hacer los ajustes necesarios para efectivizar la prórroga prevista por el artículo 27 de la Ley de Administración Financiera. Será la primera vez en casi 10 años que la administración pública deberá funcionar con el presupuesto del año anterior ajustado ante la falta de aprobación parlamentaria del nuevo. Es cierto que la Ley de Administración Financiera, como el anterior régimen de contabilidad pública, contempla la posibilidad de prorrogar el presupuesto del año anterior a efecto de mantener la marcha de la administración, pero en las presentes circunstancias esta necesidad no está asociada con una crisis política o con severas incertidumbres económicas; proviene, en realidad, de la hipótesis menos pensada o atendible: la de no tener un nuevo presupuesto por empecinamiento en el “todo o nada”, por desinterés en debatir y arribar a acuerdos.

La semilla del presupuesto la puso la necesidad de limitar el poder, de impedir su uso abusivo, despótico y tiránico, la exigencia de no confundir las urgencias del monarca con el bien general, la idea de que los impuestos no sean determinados  y gastados al antojo del gobernante. Esa experiencia histórica fue uno  de los disparadores del proceso de configuración del gobierno representativo hasta desarrollarse tal como lo conocemos en la actualidad; con la división de poderes, la elección popular de los gobernantes, la publicidad de los actos de gobierno y la rendición de cuentas. A partir de ahí, quedaron plasmadas dos reglas básicas: no hay impuesto sin ley y no hay gasto público sin ley. En ellas se asienta el presupuesto público. El presupuesto público es una ley en todo sentido; significa que el Gobierno sólo gasta por la cantidad y en el concepto que la ley autoriza. El constitucionalismo moderno las recogió otorgando al Poder Legislativo la  facultad de fijar los impuestos y aprobar el presupuesto.  

Desde el Civil List Act de 1698, pasando por las constituciones francesas de 1791, 1795 y 1799, e incluyendo en el recorrido la Constitución de Cádiz de 1812, en la que aparece por primera vez en Europa la palabra que nos ocupa, un presupuesto público para que realmente merezca este nombre ha de contar con la aprobación del órgano político depositario de la representación popular y un control de las cuentas ejecutivas por un organismo independiente.