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Publicado: 19-12-2013

CABA.- Por Atilio A. Boron. Treinta años ininterrumpidos de vida democrática son un logro formidable. Por un lado, porque en la Argentina la inestabilidad de frágiles gobiernos civiles impedían la expresión de la soberanía popular y devaluaban  sus credenciales democráticas; por el otro, y en relación a lo anterior, por la periódica irrupción de las fuerzas armadas como una suerte de “partido del orden” que desplazaba a gobiernos acusados –o sospechados- de propensiones populistas o izquierdistas e imponía un régimen que cancelaba violentamente los tambaleantes avances democráticos. 

Debido a lo anterior 1983 marca un positivo punto de inflexión que permite mirar con cierto optimismo el futuro. Positivo porque, más allá de sus falencias, la democracia argentina pudo resolver un problema como  ninguna otra en la región: el juicio y castigo a las juntas de la dictadura cívico-militar de 1976-1983 y a quienes tuvieron a su cargo las tareas represivas que culminaron con el asesinato y desaparición de miles de personas. Con el gobierno de Raúl Alfonsín se puso en marcha un proceso inédito en América Latina –el juicio a las juntas- en lo que constituye sin duda el mayor mérito del período democrático y que sitúa a la Argentina en un lugar de vanguardia en el plano internacional. Esto estuvo bien lejos de ser un proceso lineal, dado que tuvo importantes altibajos: las leyes de Obediencia Debida y Punto Final sancionadas durante ese mismo gobierno, cuando la correlación de fuerzas demostró un marcado debilitamiento de la Casa Rosada después de la crisis de Semana Santa de 1987; los indultos otorgados por Carlos S. Menem durante su mandato y, finalmente la anulación de aquellas dos leyes  durante el gobierno de Néstor Kirchner, lo cual abriría una etapa sin precedentes de juicio y castigo a centenares de represores, experiencia ésta que aún hoy no tiene igual dentro y fuera de América Latina. Una prueba: los familiares de las víctimas españolas del franquismo acuden a la Argentina para que se les haga justicia a sus reclamos. De la mano de la política de “juicio y castigo” vino otro logro excepcional en el marco latinoamericano: haber asegurado la supremacía civil sobre las fuerzas armadas, algo hasta ahora imposible para nuestros vecinos –principalmente Chile y Brasil- tantas veces exaltados como “modelos a imitar” y en los cuales la autonomía de las fuerzas armadas –en algunos casos constitucionalmente avalada, como en Chile - impide no sólo el enjuiciamiento de las monstruosidades cometidas en los tenebrosos años setenta sino siquiera el establecimiento de unas muy acotadas “comisiones de la verdad.”

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