El domingo 18 de diciembre, Lionel Andrés Messi Cuccittini pudo alzar la Copa del Mundo tras dar una doble muestra de resiliencia en la final más vibrante de la historia: Argentina ganaba por 2 goles contra 0 en el minuto 79 y Francia pudo llegar al empate con dos goles en el minuto 80 y 81. El equipo argentino salió al primer tiempo del suplementario con actitud ganadora y fue el capitán Messi el que convirtió el 3 a 2 que parecía garantizarnos el triunfo. Hasta que Francia empató de nuevo sobre el final y así nos fuimos a penales. 

El resto de la historia es conocida: ganamos desde los 12 pasos y Messi pudo levantar la copa. Festejó el triunfo sin estridencias en el campo de juego, abrazado a Antonela –su mujer desde tiempos de la adolescencia– y sus hijos. Marcó el camino a una generación de jóvenes argentinos de 18 a 22 años que ganaron el primer mundial que jugaron y pudieron hacerlo por la humildad, la sabiduría y la generosidad de un número uno mundial que tuvo tiempo y ganas para acercar una palabra de aliento en el momento difícil, para dar un pase de gol o un gesto que devuelva la esperanza.

Argentina sigue de fiesta, más de una semana después de haber levantado la Copa Mundial de Fútbol. Detrás de esta foto magnífica y triunfal, hay un país que duele: más de la mitad de nuestros compatriotas sufren la pobreza, una inflación del 100% anual carcome los ingresos de la población, sólo 16 de cada 100 chicos que empiezan la escuela primaria llegan a terminar la secundaria con los conocimientos mínimos y padecemos una corrupción estructural que pone en jaque la supervivencia de nuestras instituciones democráticas, haciendo peligrar nuestro futuro. 

No quiero ser pesimista, y por eso –y a pesar de todo– sigo creyendo en nuestras capacidades para sobreponernos a la crisis recurrente que desde hace décadas estamos acostumbrados a vivir. Una comparación futbolística sirve como metáfora para ilustrar el nuevo liderazgo público que necesitamos para “salir del pozo”. Que el seleccionado argentino de fútbol haya conquistado la dorada Copa del Mundo en Qatar no tuvo que ver con el apego a supersticiones: ni el estricto cumplimiento de las “cábalas”, ni haber “congelado” a los adversarios colaboraron para inclinar el campo de juego a nuestro favor. 

Tampoco hubo goles con la mano ni avivadas para sacar ventaja. El campeonato fue producto del esfuerzo, compromiso y sacrificio de un plantel integrado por el mejor jugador del mundo, algunas figuras ya consagradas y varios jóvenes que jugaron su primer mundial. El cuerpo técnico albiceleste también tuvo su mérito ya que, a pesar de contar con el director técnico más joven del campeonato, supo conducir al equipo a la gloria después de atravesar fracasos y decepciones.

Mucho de esto tiene que aprender la Argentina y los líderes que pretendan conducirla: necesitamos salir de una grieta política que divide al país en dos y nos impide concentrarnos en lo importante. Debemos recuperar la confianza de la ciudadanía en las instituciones, para lo cual se precisa una administración pública y políticos con ejemplaridad en la gestión –con más honestidad y transparencia–. Necesitamos un Estado al servicio de la ciudadanía, que organice su tiempo y recursos en función de las necesidades sociales, enfocado en el desarrollo de sus roles de la forma más eficaz posible. Directivos públicos que trabajen cooperativamente con el sector privado y con las organizaciones de la sociedad civil, que sean capaces de admitir errores pero también de sostener el rumbo correcto a pesar de las críticas infundadas, que persigan –y construyan– una visión para Argentina con paz, educación, salud y trabajo.