Todas las leyes de contabilidad pública o administración financiera, desde la 428 (Presidencia de Sarmiento), pasando por la 12.961 (primera Presidencia de Perón), la 14.471 (Decreto-Ley 23.354/56), hasta la 24.156 (vigente desde el 1º de enero de 1993), tienen en común una cláusula que “alambra” la zona de reserva de la ley en materia de ejecución del presupuesto. Palabras más palabras menos, esas normas prohíben al Poder Ejecutivo invertir cantidades para otros fines que los determinados.

 

En buen romance, las finalidades del gasto público votadas por el Congreso son ritos sacramentales para el Poder Ejecutivo cuando lleva adelante la gestión del presupuesto de la Nación sancionado por ley. Las finalidades (Administración Gubernamental, Servicios de Defensa y Seguridad, Servicios Sociales, Servicios Económicos, Deuda Pública), son “intocables” por el mandatario; son las mandas básicas de cumplimiento ineludible. Esta es una regla tan vieja como el poder y el control y ya puede encontrársela en la organización medieval antes de que prendiera el constitucionalismo republicano. No tiene que ver con la garantía de racionalidad, eficiencia, sapiencia o lucidez que pueda brindar el Administrador; ni con nuevas o viejas constituciones, a menos que se sostenga que la reforma de 1994 se hizo para volver a la prehistoria de la civilización política, al oscurantismo. Tiene que ver con la arquitectura institucional del constitucionalismo republicano. Porque aquella simple y sana regla presupuestaria entronca con el principio de que ningún poder puede tener todo el poder (la suma).

 

El tema puede ser analizado con la lente de la moderna teoría de la agencia. En la relación de agencia, el principal (el mandante) no transfiere todo su poder al agente (mandatario). Se reserva atribuciones relacionadas, sobre todo, con la fijación de objetivos, metas y políticas generales de la organización. De esta manera, el agente tiene que proponerle al principal los cambios que entiende deben producirse en aquellos temas que éste se ha reservado. El principal ha mantenido el derecho de controlar y examinar con carácter previo. No va a esperar a la “rendición de cuentas”. La contrapartida de esa reserva son los llamados “costos de fianza”, que, en realidad, constituyen un “valor institucional” que resalta la legitimidad del sistema. Así debería funcionar el control parlamentario.

La Ley Nº 26.124, al modificar el texto original del artículo 37 de su similar Nº 24.156, significó el abandono de la regla que estamos comentando. Como resultado, el poder administrador ha quedado autorizado para realizar variaciones a la ley de presupuesto que impliquen cambios en la distribución de las finalidades del gasto público.

No debería darse la existencia de “impuestos sin representación”, ni tampoco de leyes de presupuestos que no tengan sentido como decisión política, como límite jurídico-formal, como instrumento de control preventivo.