Es muy difícil pronosticar los resultados concretos, en términos de la paz mundial, que pueden resultar de su periplo. Hay que tener en cuenta que pese a que vivimos en un mundo que es un mar de incertidumbres y acechanzas hay una notable excepción: el sistema internacional ha cambiado, radicalmente, y su mutación es irreversible. El orden mundial, es decir el conjunto de normas, leyes e instituciones forjadas en la postrimería de la Segunda Guerra Mundial está en crisis. Su institución insignia, las Naciones Unidas, se debate en la inoperancia. Su capacidad para ordenar la miríada de transacciones de todo tipo que se desarrollan en un mundo cada vez más pequeño en términos de transporte y comunicaciones y cada vez más entrelazado ha declinado casi hasta convertirse en una nulidad absoluta.

El síntoma tal vez más grave es que el propio centro del sistema imperial, Estados Unidos, se ha ido progresivamente convirtiendo en un violador serial de la legalidad internacional. El bombardeo a la República Federal de Yugoslavia ordenado por Bill Clinton y secundado por la OTAN pasando por alto una decisión en contrario del Consejo de Seguridad fue un hito muy significativo en un lamentable proceso que venía de lejos pero que se aceleró bajo su presidencia. Los años posteriores no hicieron sino acentuar esa tendencia, especialmente después del 11-S, cuando la violación de los derechos humanos y del orden legal internacional adquirió características arrolladoras. Las administraciones de los presidentes George W. Bush y Barack Obama exacerbaron aún más esta orientación. En el caso de este último, asombrosamente galardonado con un Premio Nobel de la Paz a los pocos meses de iniciar su mandato, muestra con patetismo el desprecio de Washington por los principios establecidos en la Carta de las Naciones Unidas. Baste con recordar que su país estuvo en guerra y desplegando acciones militares durante cada día de los ocho años que duró su mandato. No sólo violó la mencionada Carta sino la propia legislación de su país dado que el Congreso jamás tomó nota de esas operaciones militares que se estaban conduciendo en el exterior.

Va de suyo que la descomposición del orden mundial de posguerra requiere de un impostergable esfuerzo de reforma y reconstrucción, sobre nuevas bases. El tema de la seguridad internacional es crucial, en un mundo en donde el tráfico ilegal de armas adquirió proporciones espeluznantes porque lo mismo se compra o vende un rifle de asalto que pequeños dispositivos nucleares tácticos. La desintegración de la Unión Soviética y las enormes dificultades con que tropiezan las autoridades estadounidenses para controlar la compraventa de armas son los causantes principales de este problema. En un mundo cada vez más inseguro por esta metástasis armamentística, la respuesta de Washington, ratificada por Trump, ha sido elevar aún más el gasto militar y acrecentar la presencia de militares en su gabinete. Ignora, por lo visto, que esto lejos de aventar los riesgos de un enfrentamiento los incrementa cada vez más. China nunca tuvo una doctrina militar ofensiva, pero ahora la tiene. Y Rusia la recuperó de las cenizas de la URSS. Otras potencias militares de menor rango apuran la modernización de su armamento y su potencial nuclear. El camino hacia la seguridad colectiva no pasa por acrecentar la superioridad militar de un actor, Estados Unidos, sino por otro lado. Pero, en el mundo desarrollado, el "complejo militar-industrial" tiene un poderío formidable y maneja sumas estratosféricas de dinero que en parte le sirven para fijar la agenda de los gobiernos. Y no sólo en Estados Unidos sino en gran parte de Europa, Japón y Corea del Sur. Ojalá que en su gira Trump comprenda la inédita gravedad de la situación internacional, con tres focos de tensión -Siria y el Medio Oriente, Ucrania y Corea del Norte- que según uno de sus próximos anfitriones, el Papa Francisco, pueden ser los signos del comienzo de una Tercera Guerra Mundial, algo que el actual ordenamiento internacional en crisis no tiene condiciones de impedir.