Todas las organizaciones humanas necesitan una ética: la sociedad, el Estado, una empresa, una corporación profesional. Al hablar de ética social se está pensando en un patrón moral básico, exigible y válido para todos los miembros de la sociedad. Señala Perón en su recordado discurso de inauguración del Primer Congreso Nacional de Filosofía que “el grado ético alcanzado por un pueblo imprime rumbo al progreso, crea el orden y asegura el uso feliz de la libertad”. De igual modo, una elevada ética por parte de los funcionarios y agentes estatales contribuye a moldear en forma positiva el carácter moral de una sociedad y a alisar el camino de su desarrollo económico y humano.

La ética en el Estado es la ética pública. Operativamente, consiste en el ejercicio de la función pública con la mira puesta en los valores del sistema democrático y en el servicio al público. Para las Naciones Unidas significa el correcto, honorable y debido cumplimiento de las funciones públicas. Cualidades que no son moneda corriente entre nosotros, si nos guiamos por los resultados de las evaluaciones que han hecho y dado a conocer recientemente entidades como Transparencia Internacional y Global Integrity.

La aplicación de una fuerte dosis de ética pública resulta ser un remedio decisivo para curar administraciones públicas tomadas por los virus de la opacidad, la arbitrariedad, la improvisación, el descontrol. Una vez propagada por el cuerpo del aparato estatal, hay que mantener alta su capacidad defensiva con revisiones independientes, capacitación e incentivos para que funcione como el sistema inmunológico esencial de la administración frente a toda tentación de abuso de poder o de apropiación privada de lo público.

La reforma de la Constitución de 1994 impuso al Congreso la obligación de sancionar una ley sobre ética pública. De esa imposición da cuenta el artículo 36 de la Constitución Nacional. La cláusula constitucional fue implementada normativamente mediante la Ley Nº 25.188. Dentro de ella, la ética pública aparece definida a través de un catálogo de deberes y pautas de comportamiento ético, de los cuales merecen citarse, por asociación con el particular momento que vive el país, los que mandan: mostrar la mayor transparencia en las decisiones adoptadas sin restringir información; emplear los bienes del Estado solamente en los fines autorizados; abstenerse de utilizar información adquirida en el cumplimiento de sus funciones para realizar actividades no relacionadas con sus tareas oficiales o de permitir su uso en beneficio de intereses privados; abstenerse de usar las instalaciones y servicios del Estado para su beneficio particular o para el de sus familiares, allegados o personas ajenas a la función oficial.

La ley también crea, en el ámbito del Congreso de la Nación, la Comisión Nacional de Ética Pública para que funcione como órgano independiente y actúe con autonomía funcional, en garantía del cumplimiento de sus disposiciones.  Esta Comisión debe ser integrada con once ciudadanos de reconocidos antecedentes y prestigio público, que no podrán pertenecer al órgano que los designe y tiene, entre otras, las funciones de recibir las denuncias de conductas de funcionarios o agentes de la administración contrarias a la ética pública, guardar un ejemplar de la declaración jurada patrimonial que extiendan los responsables y proponer al Congreso de la Nación modificaciones a la legislación vigente destinadas a perfeccionar el “Régimen de Financiamiento de los Partidos Políticos y las Campañas Electorales”.

La Ley Nº 25.188 fue sancionada en 1999 y ya nadie se acuerda de la mentada Comisión. En este caso, como en tantos otros, se verifica un clásico de nuestra realidad social: el contraste entre el marco legal y la implementación real. A la Argentina no le faltan leyes en casi ningún aspecto vital para la convivencia social. Tiene buenas leyes en lo que a diseño normativo se refiere. Lo que necesita desesperadamente es una práctica regular de cumplimiento de la ley.

Queda para un nuevo Parlamento, con más voz e independencia, la tarea de hacer funcionar la nombrada Comisión Nacional para que la custodia, el seguimiento y el examen de la ética pública no continúen concentrados en una oficina dependiente del Poder Ejecutivo, precisamente donde se encuentra la inmensa mayoría de los funcionarios que están alcanzados por las obligaciones de comportamiento ético.

Hugo Quintana