Todos nosotros hemos elegido, y queremos vivir, bajo la protección, con los derechos y las obligaciones del estado constitucional de derecho. Sabemos de su superioridad moral, de su mayor eficacia en el reconocimiento de las libertades civiles, de los derechos humanos y hasta de los derechos patrimoniales; y que proporciona el mejor marco institucional para el crecimiento económico y el desarrollo humano. En las democracias, la Constitución garantiza a las personas el derecho de ser elegidos para desempeñar oficios públicos como servicio a la sociedad.

Nuestra forma de gobierno es representativa, eso significa que no podemos acudir a un espacio público a deliberar y a tomar decisiones de gobierno; tenemos que hacernos representar en el gobierno y lo hacemos votando. Al votar estamos confiando en que nuestros representantes y mandatarios obrarán con fidelidad; esperamos que la confianza sea correspondida.

La transferencia de poder a las autoridades electas no lleva adherida la de la confianza ciega y pasiva; si fuera así, estaríamos tomando el camino de la “democracia delegativa”. No es simplemente votar y retraerse a la privacidad del hogar hasta la próxima elección. Como en toda relación de principal a agente, de mandante a mandatario, a la par que conferimos confianza debemos activar, poner en práctica nuestros propios controles para asegurarnos que la res publica siga existiendo y sirviéndonos a todos.

En la democracia representativa la sociedad no se autogobierna, pero la necesidad de medidas de gobierno que la afectan debe ganar el consentimiento suficiente mediante su justificación a través de la discusión pública. En sus Consideraciones sobre el Gobierno Representativo, J. S. Mill se muestra partidario de limitar el papel del Parlamento al de aprobar o rechazar la proposición de la comisión de expertos de la Corona sin posibilidad de hacerle modificación alguna. Años más tarde, Bismarck, como canciller del nuevo Estado alemán, concebía al Parlamento como una simple cámara de inscripción, sin facultad de ejercer ningún tipo de control sobre el ejecutivo.

Desde los tiempos de Mill y Bismarck ha pasado mucha agua bajo los puentes y la sociedad, en general, progresó hasta disponer de constituciones que incorporan preocupaciones por los temas sociales y los equilibrios entre poderes. Las democracias republicanas necesitan que las constituciones operen como una red de limitaciones y control del poder; y que conserven su vitalidad y lozanía como garantía de unión y fraternidad, como proyecto de vida en común que nos trasciende y armoniza, como vertebración de una comunidad de hombres libres.