En primer lugar porque pese a que ya hubo intentos por parte de otros outsiders de la política que pretendieron colarse en la elección presidencial, ninguno llegó hasta el final de la carrera el día 8 de noviembre. Donald Trump es, en este sentido, una notable excepción a la regla. Segundo, porque pocas veces se ha visto una campaña tan desprovista de ideas y proyectos, en donde los insultos, las chicanas y las trampas propagandísticas fueron las que marcaron el ritmo de la confrontación entre los candidatos. Tercero, porque hacía mucho tiempo que el sistema internacional no estaba tan mal, con focos de violencia y de guerras, por ahora localizadas, que no sería extraño desembocaran en una conflagración mundial. Esto es lo que teme el Papa Francisco, y es lo que expresa cuando afirmara que la tercera guerra mundial ya ha comenzado. Y el futuro ocupante de la Casa Blanca tendrá mucho que ver con esto.

La sumatoria de todos estos factores arroja un balance muy preocupante. Por un lado una persona, Hillary Clinton, que cuenta con todo el apoyo del establishment y una larga y exitosa carrera política. Por el otro, un empresario multimillonario que jamás tuvo cargo alguno en la administración pública. En un caso, Clinton, una persona predecible; en el otro, alguien completamente impredecible. Pero como lo señala el mismo Trump, lo predecible de Clinton no necesariamente engalana su candidatura: hace 30 años que está en la vida política, dijo el magnate, que participó en todos los gobiernos o en el Senado de Estados Unidos y miren como está el país. Una afirmación tendenciosa y sesgada, pero que contiene un grano de verdad. Clinton es el continuismo de un conjunto de políticas que, no sólo a juicio de Trump, provocaron que Estados Unidos fuese perdiendo gravitación en la arena internacional. Por eso éste exhorta a que hagamos que Estados Unidos sea grande otra vez. Por supuesto, los exabruptos de Trump y su absoluta impredecibilidad conspiran en su contra y lo presentan como un candidato impresentable ante un sector de la opinión pública norteamericana. Pero la duda es ante cuántos. Es posible que su machismo y su grosería generen el rechazo de muchos, pero la pregunta es si a los millones de desocupados que ha generado el neoliberalismo global de Bill Clinton y sus sucesores les importa las opiniones o la conducta del multimillonario. Por payasesco que sea sería un error no tomar en serio la candidatura del republicano. Podría inclusive decirse que sus aberrantes extravagancias reflejan nítidamente el deterioro económico y moral de la sociedad norteamericana, que en otras épocas jamás habría acompañado a un personaje como él. Clinton, por su parte, no es trigo limpio: sus contactos con el complejo militar-industrial y financiero generan mucho rechazo en la población, y su conducta como Secretaria de Estado de la primera administración Obama (y como personaje muy influyente en el entorno presidencial después) no permiten albergar esperanza alguna en su gestión. Impulsó el golpe de estado en Honduras y Paraguay; promovió la desestabilización de África del Norte y celebró con alegría el linchamiento de Gadaffi y, sobre todo, como ella misma lo ha reconocido, se equivocó al elegir a los amigos que debían derrocar a Basher Al Assad en Siria, mismos que poco después se convirtieron en el tenebroso Estado Islámico.

En conclusión, América Latina no tiene nada que esperar del futuro incumbente de la Casa Blanca. La única política sensata sería la que en estos días ha venido siendo dejada de lado por los gobiernos de Argentina y Brasil: reforzar la unidad y la integración latinoamericana, o por lo menos sudamericana, para poder responder con coherencia y creatividad a los desafíos de la época. Desgraciadamente se está transitando por otro camino. Se nos vienen tiempos difíciles.