¿Una cruzada antimigratoria?
En el enrarecido clima internacional precipitado por la crisis económica y el desastre humanitario que tiene lugar en Oriente Medio, diversos países optaron por poner en marcha políticas restrictivas en materia de inmigración.
Por Atilio A. Boron
El caso de Estados Unidos es el más conocido, pero una política muy similar ha sido llevada a la práctica por numerosos gobiernos europeos en los últimos cuatro años. El reciente DNU número 70/2017 del gobierno de Mauricio Macri se inscribe en esta tendencia al establecer nuevas restricciones al ingreso de personas procedentes de terceros países, derogar normas que dificultaban su expulsión y erigir un nuevo requerimiento para otorgar la ciudadanía argentina. Concretamente, si la vieja normativa permitía obtenerla demostrando dos años de residencia de hecho, con la reciente modificación ahora sólo podrá accederse a aquélla luego de dos años de residencia legal, es decir, a partir de la obtención del DNI.
En el caso argentino el tema tiene múltiples aristas por ser el nuestro un país en donde el componente migratorio ha jugado un papel crucial que sólo un puñado de otras naciones pueden exhibir. Consignas como gobernar es poblar dieron la tónica de lo que los gobiernos posteriores a Caseros consideraban como uno de los instrumentos fundamentales del progreso económico. Pero también cuando la crisis económica se hizo presente en la Argentina, o cuando las primeras organizaciones anarquistas y socialistas constituidas mayoritariamente por extranjeros adquirieron un protagonismo inusual a comienzos del siglo veinte la respuesta de los gobiernos fue la represión. El caso mejor conocido es la tristemente célebre Ley 4.144, o Ley de Residencia, que sancionada durante la segunda presidencia de Roca (en el año 1902) permitía la expulsión de extranjeros sin juicio previo.
El actual decreto, cuya temática de fondo hubiera exigido la elaboración de una ley del Congreso, no es lo mismo que su precedente roquista pero tiene algunos matices que dan cuenta de un preocupante aire de familia. Que la Argentina es un país que necesita acrecentar su población está fuera de cualquier discusión. Es el octavo de extensión en el mundo, con unos 2.800.000 kilómetros cuadrados (sin contar el sector Antártico) pero ocupa el lugar número 32 en lo que a población se refiere. Un crecimiento que no sólo debe ser cuantitativo sino también capaz de consolidar ese crisol de culturas (que no de razas, concepto erradicado hace tiempo del pensamiento científico) que tanto enriquece la vida de las naciones.
Desgraciadamente el decreto de marras va en dirección contraria a lo que antes era un derecho consagrado en el Preámbulo de nuestra Constitución cuando prometía asegurar los beneficios de la libertad para todos los hombres del mundo que quieran habitar en el suelo argentino. Por eso el Decreto 70/2017 representa un paso atrás y los fundamentos de esa involución están muy poco claros. Hay un subtexto presente en muchas argumentaciones de funcionarios de diverso rango, que a veces emerge escandalosamente a la superficie, que asimila la condición de extranjería a la delincuencia, cuestión esta que las estadísticas policiales refutan elocuentemente al comprobar que los extranjeros son una fracción minoritaria de la población carcelaria del país. Pero en este clima de época, xenofóbico y racista en los países centrales, el efecto demostración de lo que ocurre en Estados Unidos y algunos países europeos impacta con fuerza en el gobierno nacional. Si Trump lo hace y muchos gobiernos europeos también, ¿por qué no debería hacer lo mismo la Argentina? Pues no, porque no tenemos la misma historia ni las mismas necesidades. A diferencia de Estados Unidos, por ejemplo, nunca existieron en nuestro país guettos de extranjeros como la Little Italy, Little Ireland, Chinatown, y otras patologías sociales de este tipo que marcan con tonalidades ominosas la escena social norteamericana. Debemos preservar esa tradición de convivencia que fue característica de la Argentina y resistir a pie firme la criminalización del otro o el estado de sospecha sobre el extranjero, ese que tuvieron que soportar mis padres cuando llegaron de Italia en la década de los veintes y que poco después fuera erradicado. Sería patético para un gobierno que dice mirar al futuro recaer en aquellas concepciones que, luego de conquistado el sufragio universal, percibían al extranjero como un monstruo. Pasamos exitosamente esa etapa, y me resisto a creer que vayamos a reincidir en ella en esta oportunidad.
Ni Donald Trump podrá hacer lo que se ha propuesto: terminar de construir ese nuevo Muro de la Vergüenza que, aún en su parcialidad, llevó a la muerte en los últimos veinte años a más de 10.000 personas contra los 79 que perdieron su vida en el Muro de Berlín, llamado de la Infamia , a lo largo de 28 años. Construcción que ningún gobernante de México actual o futuro- pagará y que producirá enormes perjuicios a ambos lados de la frontera. Algunos cronistas que exploraron el asunto en México reflejan un sentir popular ofendido pero optimista a la vez. Algunos de los consultados se limitaron a comentar, con divertido ingenio que si Trump construye el muro haremos escaleras más altas y túneles mucho más largos que los que construyera ‘El Chapo Guzmán’ para evadirse la de prisión, y pasaremos igual. El tema y los desafíos de una sociedad multicultural de lo cual muy pocas naciones están a resguardo en un mundo cada vez más interconectado- no se resuelve con muros o legislaciones represivas sino con políticas sociales, educación y buena gobernanza. La Casa Rosada tiene demasiadas asignaturas pendientes, de carácter estructural, como para incurrir en una cruzada antimigratoria, condenada ineluctablemente al fracaso.