La particularidad del momento actual está dada por la magnitud de las diferencias entre el viejo y el nuevo oficialismo. Por lo tanto no sólo es un cambio de partidos, y del personal político que ocupa las alturas del Estado, sino de modelo sociopolítico, de filosofía política. Se pasa de uno que reposaba en torno a un importante protagonismo estatal e inspirado por la necesidad de combatir la exclusión social a otro que le asigna un papel fundamental al mercado como ordenador de la vida social; de uno que apostaba a la integración latinoamericana como una estrategia para garantizar la viabilidad de los países del área a otro que deposita sus esperanzas en la alianza con las fuerzas dominantes del sistema internacional y muy especialmente los Estados Unidos. En otras palabras, es un cambio que en los años 1989 y 1999 fue de mucha menor dimensión. Había diferencias, pero estas no eran polares e irreconciliables. Las actuales sí lo son.

Lo anterior plantea innumerables problemas de todo orden, que no pretendemos relevar en su integridad en esta ocasión. Uno de ellos es el impacto que este tránsito tiene sobre la necesaria continuidad que deben tener ciertas políticas cruciales de una comunidad, normalmente subsumidas bajo la expresión políticas de Estado. Aún el observador menos avisado de nuestra historia política no tardaría en reconocer su débil existencia en el caso argentino. Si algo lo ha caracterizado, inclusive entre sus congéneres latinoamericanos, ha sido su permanente pendulación, una interminable oscilación entre los extremos de la dominación oligárquica es cierto que bajo formas siempre renovadas- y distintas variantes de protagonismo plebeyo o populismo. Fluctuaciones pendulares que se reproducían, como no podía ser de otra manera, en el manejo macroeconómico y que pasaban de un sistema altamente cerrado, proteccionista e intervencionista a otro caracterizado por la apertura indiscriminada de la economía, la deserción del estado y el reinado de los mercados, para al cabo de unos pocos años regresar al punto de partida.

La situación imperante en nuestros días ejemplifica, una vez más, esa perniciosa tendencia en donde es imposible atisbar los elementos acumulativos de un imprescindible aprendizaje político. En la coyuntura actual sobran ejemplos al respecto: la radical reorientación de la política exterior es uno de los casos más llamativos. El giro copernicano de la política en relación a los medios de comunicación es otro. No porque las políticas seguidas por el kirchnerismo estuvieran más allá de toda crítica  sólo posible, como decía Rousseau, en un mundo de ángeles, no de humanos- sino porque cualquier corrección del rumbo, sea la modificación de la Ley de Medios o la reorientación de la política exterior, requiere un manejo muy cuidadoso de la problemática, consultas en profundidad con los diversos actores involucrados y un diálogo fecundo para formar nuevos consensos que cristalicen en una política de Estado, todo lo cual estuvo ausente en ambos casos. Un gran estudioso de nuestra historia diplomática, Juan Carlos Puig, sentenció una vez que la constante de nuestra política exterior es su inconstancia. Otro tanto podría decirse en relación a la compleja cuestión de la democratización de los medios de comunicación, el derecho a la información y la libertad de expresión. Inconstancia, en ambos terrenos, que muestra la inmadurez de una democracia que todavía no ha aprendido el arte de construir consensos ni sabido apreciar las virtudes de la continuidad en ciertas áreas cruciales de la gestión de la cosa pública.