Va de suyo que las protestas no fueron causadas por el aumento de 20 centavos de real en el transporte público de Sao Paulo; ese fue el factor desencadenante, que es preciso distinguir de las causas profundas del descontento popular. Factor no irrelevante puesto que según algunos estudios quien gane apenas un salario mínimo en el conurbano paulista que no son pocos en Brasil-  tiene que destinar el 27 % de sus ingresos simplemente para concurrir a su trabajo. Pero esto sólo pudo incendiar la pradera porque se combinaba con la pésima situación de los servicios de salud pública; el sesgo clasista y racista del acceso a la educación; la corrupción gubernamental (un indicador: la presidenta Dilma Rousseff ha despedido a varios ministros por esta causa), la ferocidad represiva impropia de un estado que se reclama como democrático y la arrogancia tecnocrática de los gobernantes, en todos sus niveles (municipales, estaduales y nacionales) ante las demandas populares que son desoídas sistemáticamente: caso de la reforma de la previsión social, o de la paralizada Reforma Agraria o los reclamos de los pueblos originarios ante la construcciones de grandes represas en la Amazonía.

A la explosiva combinación señalada más arriba hay que sumar el creciente abismo que separa al común de la ciudadanía de la partidocracia gobernante, incesante tejedora de toda suerte de inescrupulosas alianzas y transformismos, que burlan la voluntad del electorado sacrificando identidades partidarias y adscripciones ideológicas. No por casualidad todas las manifestaciones expresaban su repudio a los partidos políticos, una suerte del que se vayan todos de la Argentina del 2001-2002. Un indicador del costo fenomenal de esa partidocracia que resta recursos al erario público que podrían destinarse a la inversión social- está dado por lo que en Brasil se denomina el Fondo Partidario y que pasó de distribuir a los partidos 729.000 reales en el año 1994 a la friolera de 350.000.000 de reales en el 2012. Ni  los salarios reales ni la inversión social en salud, educación, vivienda y transporte  tuvieron la fenomenal progresión experimentada por una casta  política completamente apartada de su pueblo y que no vive para la política sino que vive, y muy bien, de la política, a costa de su propio pueblo.

También contribuyeron a atizar las llamas de la furia ciudadana, por una parte, los  exorbitantes costos que comprometió Brasilia  para organizar la Copa del Mundo de la FIFA y los Juegos Olímpicos; y, por la otra, el enorme costo del pago de los intereses de la deuda pública brasileña, que absorbe el 48 % del presupuesto público del estado federal y que cada mes (repito, cada mes) implica un desembolso de 20.000 millones de reales, lo que equivale al costo del programa Bolsa Familia para todo un año. Como puede inferirse de todo lo anterior, es imposible reducir la causa de la protesta popular en Brasil a una eclosión juvenil o al mero aumento de 20 centavos en el costo del transporte público. Las causas son múltiples y de fondo. De ahí que no sea para nada exagerado prever que, si no se verifica una respuesta inteligente y progresista de Brasilia, un nuevo ciclo de ascenso de las luchas populares estaría llamado a conmover el paisaje sociopolítico del gigante sudamericano en los meses venideros.