Hace años que en nuestro país se asocia la Calidad Institucional a la independencia de la Justicia del Ejecutivo, y a la autonomía del Parlamento. Sin embargo, esta asociación es abstracta, incluso tautológica, y por lo tanto sin sentido: tenemos calidad institucional porque hay división de poderes, y a su vez la división de poderes es fuente de la calidad institucional.

Otra forma de ver lo absurdo de este planteo, es recordando que muchos analistas se lamentan cuando un Presidente se entromete con la Justicia tratando de presionar a los jueces, o cuando extorsiona o soborna a legisladores para que refrenden sin cuestionamientos sus políticas. Identifican a estas cuestionables prácticas con la falta de calidad institucional. Esto equivaldría a decir que la calidad institucional o su ausencia- depende de la buena voluntad y correcta conducta del ocasional Primer Mandatario.

Ahora, esto es exactamente lo contrario de la idea de lo institucional, es decir a la existencia de reaseguros políticos, normativos y organizacionales que para funcionar adecuadamente no descansan en la discrecionalidad de ningún funcionario. Entonces, lo correcto sería lo opuesto: existe calidad institucional si el Presidente no puede influir indebidamente en el poder judicial o legislativo por más que trate de hacerlo.

Un nuevo gobierno, una nueva oportunidad y los mismos errores

Hoy, ante un nuevo gobierno, el debate público sigue arrastrando esta confusión. El Presidente Macri ha declarado sus intenciones de gobernar de manera participativa y abierta, sin intromisiones ilegítimas con los otros poderes. El nuevo mandatario ha prometido dejar actuar libremente a los jueces en los casos de corrupción del anterior gobierno. También, declara buscar consensos a nivel parlamentario para poder hacer aprobar sus políticas, bajo la premisa de que son del interés de la mayoría, y que por lo tanto debieran cosechar un apoyo voluntario de los representantes del pueblo. Ya algunos celebran estos cambios como una mejora de la institucionalidad.

Es verdad que la situación actual constituye un franco y objetivo progreso desde la época de la justicia militante y del congreso-escribanía. Incluso si nos basamos en los últimos debates y las intensas negociaciones interbloques, pareciera que nuevamente tenemos un Congreso que busca ser democráticamente representativo, con legisladores que votan por conciencia, en lugar de hacerlo sumisamente en función de las órdenes de arriba. En cuanto a la Justicia, la sociedad tiene la mira puesta en la actuación pasada y presente de los jueces federales, y no sería de extrañar que finalmente haya iniciativas políticas serias para frenar la degradación y corrupción alcanzada en este estamento.

Ahora, como toda cuestión coyuntural y discrecional en la política, podrá durar simplemente lo que dure. Justamente, el desafío argentino no es sólo tener mejores gobernantes, menos autoritarios y menos corruptos, sino fundamentalmente tener instituciones que aseguren la calidad de nuestra democracia más allá de la bondad circunstancial del líder de turno. Y las instituciones no se generan de manera instantánea, ni tampoco se consolidan con un par de meses de un nuevo gobierno.

La agenda oculta de la división del poder

Entonces, si el problema de fondo no está en la división de poderes, en el sentido de la apropiada relación entre las ramas judicial, legislativa y ejecutiva, ¿dónde se encuentra?

Lo cierto es que la cuestión institucional de fondo de la Argentina está camuflada por este debate, y casi pareciera que la dirigencia argentina, en su sentido amplio -es decir política, empresaria, religiosa, gremial, académica y de los medios de comunicación-, han acordado, al menos de manera implícita, para que el real problema no salga a la luz. Las élites en nuestro país niegan reconocer que nuestra democracia se ha degradado hacia un régimen conocido en la literatura como neopatrimonialista, que existe cuando el gobernante de turno se apropia ilegítimamente del Estado para su propio usufructo, a costa de la democracia y el progreso del país.

El neopatrimonialismo esconde la real división de poderes, la que importa, que es la división entre Gobierno y Estado. El partido político que triunfa en las elecciones se adueña del gobierno para conducir al Estado. Pero no es dueño del Estado, que está constituido por el conjunto de instituciones públicas de interés general y permanente. Todos nosotros somos dueños del Estado. Cuando esta división se rompe, los políticos, por motu propio o a cuenta de algún poderoso, colonizan al Estado para extraer rentas o poder en beneficio propio, partidario o corporativo.

La colonización se produce fundamentalmente a través de la captación de los cargos públicos estatales, es decir permanentes. Estos funcionarios autónomos, imparciales e idóneos deben velar por el interés general, y obedecer las leyes, siguiendo las directivas de los funcionarios políticos (gobierno), lo que no significa que deban alinearse a tal o cual proyecto político o modelo. Un perfecto ejemplo es la coparticipación. Cómo se reparte la recaudación coparticipable lo definen las leyes emanadas del Congreso. El Ejecutivo es simplemente eso, un ejecutor. Y en el caso del manejo del presupuesto, son burócratas de carrera quienes debieran repartir los fondos a las provincias en estricta consonancia con la normativa. Bajo un régimen neopatrimonialista, esos funcionarios han sido desplazados, sometidos o forzados a obedecer ciegamente al gobierno de turno, aún en contraposición con el interés público o las normas. Ya se considera casi normal en nuestro país que el Presidente de la Nación use la entrega o no- de fondos coparticipables de manera caprichosa o discrecional, como forma de extorsión o disciplinamiento político. Otro ejemplo ha sido el INDEC, donde los estadísticos de carrera fueron echados o sometidos para producir estadísticas del gobierno, en lugar de públicas de todos-; o la AFIP de Echegaray, en donde funcionarios del Estado, fiscalizadores e inspectores, son usados como arma política ilegítima e ilegal para favorecer indebidamente a los cómplices del poder de turno y castigar a los opositores.

Es fácil ahora entender cual es el verdadero origen de la intromisión fraudulenta del Poder Ejecutivo sobre los demás poderes del estado y sobre otras jurisdicciones del sistema federal. Además, este enfoque nos provee un sentido auténtico para el tan evasivo concepto de institucionalidad: los arreglos estatutarios, normativos y organizacionales que garantizan la conformación de un Estado con funcionarios profesionales, autónomos e imparciales, que cumplen con los procedimientos, las normas, las instancias colegiadas de decisión, los circuitos de control y velan por el interés general y permanente de la Nación.

Se suele mostrar a esta autonomía del Estado y de la burocracia como contrapuesta, e incluso como enemiga de una gestión política que, bajo el mandato popular, quiere gobernar en base a los objetivos trazados en su plataforma electoral. Esto es en realidad un sesgo malicioso promovido por el propio régimen neopatrimonialista, que debe destruir la igualdad de acceso a la función pública, los concursos, la carrera por mérito, el respeto político al funcionario, y el reconocimiento simbólico prestigio-, y económico beneficios estatutarios-. Así, la élite neopatrimonialista puede gobernar sin frenos y mediante un sistema de despojos que permite perpetrarse en el poder de manera personal o a través de su familia nepotismo-, y apropiarse lo que es de todos el Estado- en beneficio de algunos.

Como en cualquier otra república democrática, en la Argentina la división entre Estado y Gobierno se encuentra claramente marcada, y constituye el arreglo fundamental de base de su democracia. Porque, por ejemplo, sin una organización de elecciones imparcial y autónoma, es decir en donde no se favorece al gobierno que las conduce, no hay verdadera igualdad de acceso al poder, y por lo tanto la democracia puede ser una parodia, como lo han sido las recurrentes victorias electorales de varios caudillos feudales que mandan hace décadas sobre la miseria generalizada de algunas de nuestras provincias.

Para el caso de la Administración Pública Nacional (APN), esta división de poder se da al nivel de subsecretario-director nacional o general. De subsecretario hacia arriba, son cargos políticos, y de director para abajo cargos permanentes de planta. Esta división ha sido diezmada en las últimas décadas, llegando a la situación terminal del kirchnerismo en donde todos los cargos públicos, incluso mucho más abajo del nivel de coordinador o jefe de departamento, eran manejados políticamente, es decir de manera arbitraria y discrecional.

Hoy el nuevo presidente se ve obligado a producir un reemplazo masivo decenas de miles- de funcionarios de la APN, lo cual es un absurdo en sí mismo, y una política muy arriesgada para la correcta gobernabilidad del Estado. Lamentablemente para el país, Cambiemos (…) ha propuesto reemplazar a los anteriores por los propios, sin concursos ni métodos legítimos de acceso. Miles de directores nacionales, generales y simples están siendo nombrados de manera política e inconsulta.

Y es llamativo ver cómo en paralelo arrecia el debate sobre la calidad institucional y la división de poderes en la Argentina, casi jaqueando al presidente de la Nación en sus primeros pasos, y se ignora completamente a este proceso de cooptación generalizada de la función pública. Nadie en la dirigencia política, empresaria, social o de los medios de comunicación, se escandaliza, o al menos objeta esta catastrófica e inviable política de repoblar aleatoriamente al Estado de una manera masiva y necesariamente improvisada. Ni países mucho más pobres de nuestra propia región sufren este tipo de procesos, dado que incluso en el Paraguay se ha promulgado hace pocos años una ley contra el nepotismo, y que obliga a los concursos para todos los cargos públicos sin excepción.

*Director del Centro de Gestión Pública de la Escuela de Negocios de la UCA