Cabe preguntarse si puede una fotografía cambiar el mundo. Hablamos del dolor estetizado, del poder que tiene para sacudir nuestras conciencias adormecidas en este caso la fotografía, pero también la pintura, si por caso pensamos en el Guernica de Picasso, o del arte en general, cuya mirada estética encierra siempre cuestiones políticas. La fotografías son una interpretación del mundo tanto como las pinturas y los dibujos, escribió la crítica estadounidense Susan Sontag en su famoso libro On the Photography. Es cierto también que fotografiar personas es de alguna manera violarlas, transformarlas en objetos que pueden ser poseídos simbólicamente. Tan cierto como el hecho conmovedor de que a través de la fotografía, de la pintura algo feo o grotesco puede ser dignificado por el fotógrafo.

Pensemos, por otra parte, en la cuestión central que es nuestro derecho a observar y, en consecuencia, a interpretar. Se recuerda la polémica que Sontag desató con sus opiniones tras el ataque las Torres Gemelas, el 11 de Septiembre de 2001, poco antes de morir en 2004, a causa de una leucemia, a los 71 años. Como la de Aylan, o la de los aviones impactando sobre el World Trade Center -símbolo del poder estadounidense-, hemos conocido a lo largo de los años muchísimas fotografías que conmovieron al mundo, desde las trincheras de la Primera Guerra Mundial, las imágenes del Holocausto, la bomba de Hiroshima, etc. Pero en tiempos más cercanos, podemos revisar una serie de fotografías que hicieron historia, como por ejemplo la de la fotógrafa  Carol Guzy, primera mujer en obtener el Premio Pulitzer en 2000 por su trabajo sobre las condiciones de vida de los refugiados de Kosovo. En una de esas imágenes, un niño de dos años, Agim Shala, atraviesa ayudado por su familia las barreras de contención a través de un tejido de alambres de púas. 

Otra imagen conmovedora es la del fotógrafo Carolyn Cole, que muestra los horrores de la guerra civil en Liberia, a través de un chico que camina sobre casquillos de balas de los fusiles, rociados a lo largo y a lo ancho de una calle de la ciudad de Monrovia. Contundentes y macabras son las fotografías que Neal Ulevich obtuvo de la brutalidad de las calles de Bangkok, Tailanda, donde observamos a estudiantes de la Universidad de Thammasat, que el 6 de octubre de 1977 se manifestaban contra el mariscal de campo Thanom Kittikachorn, mutilados, masacrados, colgados y quemados vivos. Conocemos también una de las imágenes más conmovedoras de la guerra de Vietnam. La de la niña Kim Phuc, que corre desnuda junto con otros niños delante de unos soldados estadounidenses en las cercanías de la aldea de Trang Bang, cercana a Saigón. Kim, con tan sólo 9 años, es una de las víctimas del bombardeo con napalm ordenado por los invasores. Su expresión es de horror profundo, su espalda, contó luego el vietnamita Nick Ut, se le derrite por las quemaduras. Otro premio Pulitzer en 1994 fue la imagen que también recorrió el mundo mostrando a un niño africano desnutrido, en posición fetal, la cara contra la tierra, que es observado de cerca por un cuervo.

Igual de escalofriantes fueron las imágenes tomadas en la India tras la denominada tragedia de Bhopal, una tragedia química que mató a más de 15 mil personas y dejó medio millón de personas heridas. La falta de controles en una planta de pesticidas provocó un escape de gas metil isocianato, que desató la catástrofe. En la misma sintonía, podemos tomar el trabajo del fotógrafo argentino Pablo Piovano, quien ha retratado con agudeza los efectos que los agroquímicos producen en la población del norte argentino. Su serie titulada El costo humano de los agrotóxicos, le valieron ya dos premios internaciones. Se trata de un documento desgarrador sobre el impacto de la fumigación con agroquímicos, particularmente con glifosato, sobre las comunidades que habitan las provincias del litoral y el norte argentino. Para concretar su trabajo, Piovano también fotógrafo del diario Página 12- recorrió cerca de 12 mil kilómetros. Veía cifras que eran alarmantes y no había ningún tipo de información seria, no se visibilizaba un asunto que es un genocidio por goteo, contó en una entrevista a propósito de su trabajo.

Está claro el poder de las imágenes valientes y desgarradoras, cuando se convierten en documentos para la humanidad. El caso del niño Aylan, con el que comenzamos estas líneas, nos habla de la tragedia familiar y nos habla también de los problemas de la inmigración en Europa. Familias enteras que huyen de destinos inciertos, guerras, muerte y hambre en busca de un lugar menor. Nos habla de los miles de inmigrantes que mueren hacinados dentro de contenedores o ahogados cuando, como en el caso de Aylan, sus embarcaciones zozobran en los mares.

Ahí está entonces la fotografía, cruda, sin filtro, para ayudarnos a pensar, para acercarnos al necesario humanismo, a los valores perdidos. El arte ha sido siempre un aliado para el pensamiento, desde los antiguos griegos hasta nuestros días. Durante estos últimos la cuestión de la inmigración ha vuelto a instalarse en nuestras conciencias. La Iglesia, con el Papa Francisco como abanderado, exhortó a las comunidades religiosas del mundo a recibir en sus casas al menos una familia de inmigrantes, en nombre de la misericordia.

En medio de estas discusiones, no he podido dejar de pensar en una película que proyectamos el año pasado en la materia Teoría Estética y Teoría Política de la carrera de Sociología de la UBA. Se trata de La Ballena va llena, producida por el colectivo artístico Estrella del Oriente, que componen los artistas plásticos Daniel Santoro, Pedro Roth y Juan Carlos Capurro, y los músicos Tata Cedrón y Nano Herrera. La película relata con gran ironía el sueño de construir un barco gigantesco que reciba a los inmigrantes de todo el mundo para que a lo largo del recorrido de la embarcación, en una suerte de rito de pasaje, los inmigrantes se conviertan en obras de artes vivientes. El noble espíritu que guía esta aventura cinematográfica que al menos hasta el año pasado se podía ver en el MALBA- es sencillo: en la película se argumenta que La ballena, una suerte de transatlántico, es la solución estética para los problemas de la inmigración. El propio Capurro lo expresa ante la cámara: los países ricos aceptan a regañadientes a los inmigrantes, pero aceptan con gusto auspiciar proyectos artísticos. La sentencia es lapidaria: Europa y, por supuesto, Estados Unidos, pueden rechazar a los inmigrantes cuando, como dijo alguna vez el ministro británico Tony Blair, no los necesitan, pero serían incapaces de rechazar una obra de arte.

*Sociólogo y periodista.