Los fallos con los que la Corte Suprema clausuró las pretensiones de dos miembros del Tribunal de Cuentas pampeano -quienes pretendían eludir la condena que los deja fuera de su cargo y pasibles de investigación penal- contienen varias aristas fecundas para el análisis y revelan también la pobre estrategia defensiva.

La cuestión central es, sin duda, la definición de lo que debe entenderse por "responsabilidad política", que es lo que juzgó, en este caso, el Tribunal de Enjuiciamiento.

Cuando ese órgano consideró a Natalio Perés y Rubén Rivero incursos en "incumplimiento de los deberes de funcionario público y mal desempeño de sus funciones" por no haber controlado adecuadamente al Instituto Provincial Autárquico de Vivienda, permitiendo así un millonario desfalco, no juzgó una responsabilidad penal. No los acusó de haber cometido un delito, sin perjuicio de que luego la justicia penal así lo entienda.

La responsabilidad que se les endilga es la de no haber organizado adecuadamente el trabajo en el TdeC, y la de no haber establecido un sistema de controles internos para evitar las falencias que evidentemente existieron. Nadie dice que Perés o Rivero tuvieran que controlar personalmente todas y cada una de las rendiciones de cada organismo de la administración pública. Lo que sí tenían que hacer es controlar y organizar a su propio personal. Quien no controla su propia casa mal puede controlar la de otros. Esto sea dicho con la salvedad de que el Tribunal de Cuentas, durante la gestión de los depuestos, exhibió en más de una ocasión un celo obsesivo -a veces excesivo- que estuvo ausente durante largos períodos en el caso del IPAV.

Un funcionario que -como en este caso- pretende defenderse trasladando su responsabilidad a sus subordinados, evidentemente no merece ocupar ese rol. Pero los fallos no sólo desnudan la incompetencia de Perés y Rivero como funcionarios, sino también los notorios yerros que cometieron durante su defensa en el proceso que derivó en su destitución.

Por ejemplo, las cuestiones federales basadas en la inconstitucionalidad de las leyes aplicables al caso, debieron ser planteadas desde un primer momento, y no lo fueron. Otro tanto cabe decir sobre la constitución del Tribunal de Enjuiciamiento. Perés, en su recurso ante la Corte, se quejó de que ese tribunal actuara a la vez como investigador y juzgador, pero no formuló ninguna objeción al respecto desde el inicio. Por otra parte, en este caso, ello constituía una verdad a medias, ya que la tarea investigativa la cumplió el juzgado de instrucción que detectó el problema y lo denunció.

El argumento relativo al vencimiento del plazo de noventa días sin que el Tribunal de Enjuiciamiento dictara sentencia, roza lo pueril: es como si el TdeE fuera una especie de Cenicienta, que pierde su competencia cuando llegan las doce y la carroza se le convierte en calabaza. Los plazos judiciales vencidos hacen perder derechos a las partes, no a los jueces: si un juez no cumple con los plazos existen otros recursos y otras sanciones.

La Corte, en definitiva, no deja dudas respecto a que los ex miembros del TdeC tuvieron todas las oportunidades de ejercer su derecho de defensa, dentro del particular ordenamiento por el que fueron juzgados. El hecho de que esa defensa pueda haber sido deficiente, no haría sino confirmar que la destitución de estos funcionarios era necesaria.