La lectura de un libro reciente del politicólogo Enrique Aguilar, dedicado a honrar a Alexis de Tocqueville cuando se han cumplido poco más de dos centurias de su nacimiento, resulta oportuna en un año electoral que promete ser complejo.

Tocqueville, contemplando la farragosa política francesa de las primeras décadas del siglo XIX, advirtió que los discursos y las promesas inflamadas poco tenían que ver con el funcionamiento de un sistema político respetuoso del ciudadano. Los sobresaltos que Francia padeció desde 1789 demostraron que los cambios de rumbo y las pomposas denominaciones con las que se bautizaba cada una de las sucesivas etapas poco mejoraron la calidad de la representación y de la participación política de los franceses.

El análisis de Tocqueville en El antiguo régimen y la revolución (1856), una de sus obras fundamentales, es una búsqueda profunda de las razones que avalan el derecho "imprescriptible" del hombre a vivir en libertad e independencia. Por tanto, no se trata de que gobernantes más o menos generosos otorguen, de pronto, una cuota variable de libertad a su pueblo, sino de que éste sea el primer depositario de esa libertad, deseoso de salvaguardarla siempre mediante la defensa de los límites republicanos al ejercicio del poder del gobernante.

Es decir, exactamente al revés de lo que sucede cuando los mandatarios asumen el papel del soberano y pretenden gobernar a los ciudadanos como si fueran sus súbditos, sancionando leyes a su solo arbitrio, cercenando sus libertades civiles y políticas y recurriendo al uso de toda suerte de cortapisas a la comunicación pública y al derecho a informarse.

Por esto, creer que el despotismo es un fenómeno exclusivamente monárquico no sólo supone ignorar la historia, sino olvidar la experiencia política acumulada en los últimos años.

Una circunstancia semejante fue advertida en su época por Tocqueville. Mientras reflexionaba sobre las condiciones para la existencia de la democracia, alertaba, asimismo, acerca de los factores que podían ponerla en peligro.

Conviene -creemos- detenerse un instante en esas dos cuestiones.

Por un lado, Tocqueville, al contemplar asombrado la experiencia republicana de los Estados Unidos (tal vez con el mismo estupor con que nosotros admiramos la impresionante continuidad de ese sistema en un contexto de envidiable respeto y tolerancia), lo que narró en La democracia en América (1835), señala que para ser libre y merecer esa denominación la democracia requiere contar con una equilibrada distribución de los poderes, con una justicia realmente independiente, con libertad real de prensa, con vida municipal activa y con un conjunto de costumbres y valores compartidos que son el cimiento mismo del interés bien entendido.

Sin la presencia de esos elementos centrales, la democracia no sólo carece de contenido, sino que puede entrañar graves peligros para la vida en libertad de los ciudadanos. No es cuestión de que éstos crean que con una mala democracia viven solamente un poco peor. Ocurre que esa mala democracia no es democracia y que ella degenera fácilmente en la tiranía de las mayorías ocasionales que aspiran a perpetuarse en el poder impulsando una centralización administrativa que desdibuja los equilibrios republicanos, ahoga el federalismo e impide la vida municipal normal.

La concentración excesiva del poder se encandila fácilmente con los goces materiales y empuja a sus actores a la corrupción. Deriva, además, en la pretensión de manejar a la prensa, procurando la unanimidad de criterios y opiniones. Procura rápidamente limitar la independencia del Poder Judicial, que deja entonces de actuar como celoso guardián de la Constitución y se transforma, en cambio, en garante de la impunidad de quienes gobiernan. Todo lo cual conduce a un despotismo que se procura disimular tras lo que no es más que una mera caricatura de la democracia. Tan sólo eso.

Es lo que Fared Zakaria denominaba las democracias "iliberales". Esto es, las democracias que, por no garantizar las libertades individuales, ni el respeto a la ley, no merecen ser reconocidas como tales.

Lo que, en última instancia, nos dice Tocqueville, desde la historia, es que la democracia necesita, como impulso vital, la existencia real de un sistema republicano en el que funcionen cada uno de sus elementos centrales y se respeten sus principios fundamentales.

Hoy no parece haber duda respecto de que, más allá de las monarquías constitucionales que aún subsisten, los países que, como el nuestro, se independizaron de las coronas europeas para poder garantizar la vida, los bienes y el progreso de los ciudadanos requieren el respeto a las estructuras republicanas.

Por eso, cuando releemos a Tocqueville, con motivo del lúcido trabajo de Aguilar, queda claro que los males que padecen muchos países de nuestra América se deben a que siguen siendo víctimas de populismos anacrónicos, de interpretaciones capciosas de la historia, de esquemas económicos arbitrarios, de la siembra constante de los resentimientos y de la desunión y de un repentino redescubrimiento del Estado (olvidando que ha sido causante, en buena medida, del estancamiento general). Concluimos que el verdadero programa para la recuperación de nuestro país es bien simple: consiste en volver a la República.

Sin instituciones que sean respetadas y sin leyes que se cumplan, tarde o temprano la vida en común se hace verdaderamente difícil.

Nuestra forma de gobierno, representativa, republicana y federal no está sólo para ser recitada emotivamente en las campañas electorales. Supone un sistema -casi de relojería- con pesos, contrapesos y equilibrios y con controles cruzados diseñados no para entorpecer la tarea de gobierno, como se suele escuchar de boca de altos funcionarios, sino para hacerla ajustada a derecho, racional y previsible, de modo de garantizar la libertad y el bienestar de los ciudadanos.

Si sólo se simula cumplir con el sistema de la Constitución y al mismo tiempo se lo vacía de contenido mediante engaños, fraudes y dádivas preelectorales; si se vulnera la estructura federal centralizando las decisiones y la financiación pública con un manejo discrecional de las partidas presupuestarias por parte del Poder Ejecutivo Nacional; si, además, se corroe el sistema republicano afectando la independencia de los poderes del Estado por medio de presiones al Congreso y a los jueces; si se pretende, mediante argucias burdas y reformas legales torcidas, omitir la exigencia de la periodicidad en las funciones para perpetuarse en el poder, y si se desconoce la trascendencia democrática de la publicidad de los actos de gobierno y se intenta obstaculizar la acción de los organismos de control y limitar a la prensa independiente, hay que concluir que lo que se persigue es destruir la República.

Cualquier programa político que genuinamente procure cambiar el actual estado de cosas debe necesariamente apuntar a reconstruir la forma constitucional de gobierno: representativa, republicana y federal, hoy desdibujada. Lo demás es, quizá, secundario, aun las propuestas de políticas públicas y las promesas de eficacia en la gestión. Lo esencial es la República. Este es, precisamente, para los argentinos el contenido fundamental en la búsqueda de lo que Tocqueville llamaba el interés bien entendido, que hemos extraviado.