Publicado: 09-08-2011
  
Por obvias razones, el Gobierno no otorga la menor importancia a la lucha contra la corrupción, lo cual alienta su crecimiento.

La Argentina sigue estando entre los peores del planeta en materia de corrupción. Mientras otros países de la región efectúan algunos avances, el nuestro registra retrocesos. En los índices más específicos que se elaboran internacionalmente, estamos por detrás de Chile, Colombia, Uruguay, Perú, El Salvador, Costa Rica, Jamaica, Guatemala, México y República Dominicana.

Desde estas columnas hemos denunciado el total desinterés gubernamental en avanzar hacia una ley de acceso a la información pública y el declive de las oficinas públicas encargadas de prevenirla y sancionarla (la Fiscalía Nacional de Investigaciones Administrativas, la Oficina Anticorrupción y la Subsecretaría para la Reforma Institucional y el Fortalecimiento de la Democracia).

También hemos manifestado reiteradamente que estamos frente a una casi completa impunidad de este tipo de delitos, los cuales no llegan siquiera a la etapa de juicio oral. En otras ocasiones, hemos hecho referencia a la falta de cumplimiento de las exigencias mínimas en materia de procedimientos de transparencia en compras y contrataciones y a la cantidad de adquisiciones que se efectúan sin pasar siquiera por esas instancias.

A su vez, la Oficina Anticorrupción ha dejado de presentar querellas penales contra funcionarios de la actual administración pública. Por otra parte, tampoco se aprecia desde los poderes políticos ninguna iniciativa relevante en materia de educación en valores y en compromisos contra la corrupción para niños y adolescentes.

En esta ocasión, toca referirse al proceso de seguimiento de la Convención de las Naciones Unidas contra la Corrupción. La Argentina ingresó en el primer turno para ser evaluada por otros dos Estados. Lamentablemente, a diferencia de otros países, la Oficina Anticorrupción no organizó para ellos ninguna visita de campo para los evaluadores, quienes, en consecuencia, no tuvieron ocasión de reunirse con otros actores valiosos, como jueces, fiscales, organizaciones de la sociedad civil, periodistas y abogados.

Hacer una evaluación sin siquiera poder interactuar con personas que no forman parte del Poder Ejecutivo quita una parte importante del sentido al proceso pues les impide identificar falencias y casos de corrupción obviados en el informe oficial.

El informe oficial contiene una enumeración de las disposiciones normativas existentes en nuestro país en materia de anticorrupción, pero omite mencionar las dificultades existentes para su implementación y control. En relación con lo primero, si bien es cierto que existen normas que tipifican delitos contemplados en la Convención, también lo es que todavía hay muchas disposiciones que deben ser sancionadas, como por ejemplo, la responsabilidad penal de las personas jurídicas, la protección de testigos y denunciantes y un proceso penal acusatorio que permita avanzar en las investigaciones y otorgue el derecho de contar con un juez imparcial. En relación con lo segundo, no existen en el país estadísticas sobre los procesos penales de corrupción que se han abierto y los resultados obtenidos. Sin ello, resulta inviable efectuar un análisis sobre la implementación de la Convención pues no puede conocerse qué acontece con los casos que se investigan.

Esa omisión encubre, por supuesto, el sistema de impunidad que nos rige y que, lamentablemente, nos posiciona dentro de las naciones del planeta con peor performance en relación con la prevención y sanción de la corrupción.

La Convención de las Naciones Unidas es un instrumento muy importante que debe ser respetado por los gobiernos nacionales. El mecanismo de seguimiento que se ha instaurado debe perfeccionarse para que, en el futuro, puedan efectuarse adecuadamente los monitoreos pertinentes y la comunidad internacional efectúe los reclamos de mejoras de cada uno de los Estados. Nuestro país debería empezar a tomarse en serio sus cláusulas antes de que sea demasiado tarde.