No hace mucho tiempo asistí a un evento social en el que me tocó compartir mesa con un matrimonio desconocido con el que, por la fuerza de las circunstancias, debimos entablar la insustancial charla propia de esas ocasiones. En efecto, agotados los temas triviales tales como el tiempo, la última derrota de Olimpia y las victorias de Cerro Porteño, la charla fue hacia el tema periodístico del momento: las altas remuneraciones de los funcionarios públicos.

El señor, persona de hablar pausado y de muy buen manejo del idioma, explicó que él provenía de una familia relativamente adinerada y que por tanto se había educado en buenos colegios y universidades de países extranjeros y que, inclusive, había logrado la maestría de una universidad europea. Así las cosas, relató que al volver al país, contrariamente al plan de vida que se había propuesto y por circunstancias del momento – no dijo cuáles –, se enroló en la función pública en la que supuse, por la densidad de su formación académica, alcanzó puestos de relevancia, llegando incluso a administrar algunos importantes préstamos de instituciones financieras multinacionales.

En la continuación de su relato, nos dijo que paralelamente a sus funciones en el Estado, un grupo de amigos le invitó a formar parte de un negocio inmobiliario en el que se inició con un préstamo familiar. Como era entonces la época de la construcción de Itaipú (N de la E: una represa binacional de Paraguay y Brasil), el negocio obtuvo importantes beneficios mediante los cuales pudo educar adecuadamente a sus hijos y llevar una vida digna, sin necesidad de cometer actos lesivos al patrimonio público para complementar su relativamente modesto salario como funcionario.

Pero, lo que me impresionó profundamente de su relato es la pregunta que, según él, lo perturba en estos años en que, ya retirado, busca recapitular las lecciones de su vida. Hoy me pregunto con insistencia, dijo, ¿hubiera sido yo igualmente honesto en mis funciones si no hubiera sido porque no necesitaba ser deshonesto para obtener un buen pasar para mi familia y para mí mismo? Y es verdad, este interrogante debe ser motivo de reflexión, no solamente para las autoridades nacionales paraguayas, sino también para ese estamento social tan importante para la vida de los pueblos modernos, la prensa. 

La variante de esta pregunta sería: ¿Puede exigírsele honestidad a una persona que, después de disponer del destino de cuantiosas sumas del dinero público, vuelve a su casa para ver a su familia bregando con el crónico problema de llegar decorosamente al fin de cada mes? Subrayo la palabra “público”, porque al empresario privado ni se le ocurriría hacer pasar por ese dilema a sus ejecutivos más importantes.

En efecto, las sucesivas administraciones de la República de Paraguay han ido prefiriendo la cantidad de funcionarios públicos a la calidad de los mismos con las consecuencias que todos conocemos. La baja calidad en la ejecución de los programas estatales, sean viales, de asistencia al campesino o, uno tan sencillo como un censo poblacional, programas estos que finalmente se coronan, según informa la prensa, con escasos resultados prácticos, pero con cien por ciento de los fondos desembolsados.

Sin embargo, si bien una asignación salarial acorde a las responsabilidades tiende a minimizar su riesgo, no es la panacea para eliminar el flagelo de la corrupción. Casos conocidos hay de personas adineradas que al acceder a la función pública se sienten como menesterosos y se dedican, con ímpetu de pirañitas, a la depredación de los bienes públicos que administran, con el agravante de que lo hacen con cierta mayor sofisticación que la usual.

Pero entonces, ¿cuál es realmente la solución? Es sabido que el propio Estado, consciente de la naturaleza humana de sus servidores, no confía ciegamente en ellos. Es por esta razón que ha establecido una intrincada red de reglas y controles a los que los funcionarios deben someterse obligatoriamente y de buen grado. En aspecto del control, un buen paso ya se ha dado con la apertura al público de la nómina de funcionarios de todas las reparticiones públicas y otro, no menos importante, sería el de potenciar a las Entidades Fiscalizadoras Superiores para que, en uso de sus facultades constitucionales y legales, pueda examinar anualmente la mayor cantidad posible de organismos y entidades del Estado y que, cuando comunique a la fiscalía el hallazgo de un hecho punible, la misma se esmere en la investigación del presunto delito y en la eventual imputación a los responsables.

Pero es sabido que la mala fe no conoce de límites, por eso el único seguro antídoto para la corrupción es el funcionario probo, como cuenta la anécdota que lo fue aquel adusto gobernador del enclave británico de Hong Kong que en la visita a su despacho de un grupo de comerciantes chinos que intentaban convencerlo que permitiera el libre tráfico de mercaderías procedentes de China, fueron mencionando montos crecientes de dinero que le darían si el funcionario accediera a ese comercio. El cuento dice que al llegar el ofrecimiento al millón de libras, el gobernador se puso abruptamente de pie exclamando: ¡Caballeros retírense, la entrevista ha terminado!, murmurando por lo bajo, ¡estos endemoniados chinos acaban de mencionar mi precio! ¿No será esta solamente una anécdota?

N de la E: Agradecemos a la Red de Gobernanza Argentina por hacer posible el contacto.