Hagamos de cuenta que todos los lectores de este periódico somos una sociedad. Si hiciéramos una contribución monetaria para la vida y el crecimiento de la sociedad, tendríamos un capital, un patrimonio, un tesoro común.

Luego, querríamos que ese tesoro fuere cuidado, correctamente utilizado, y, mejor aún, que se reprodujera; en otras palabras desearíamos que fuera bien administrado. La buena administración requiere tiempo, habilidades técnicas, capacidad de decisión. Y otra cosa muy importante: integridad. No podríamos hacerlo bien todos nosotros, en conjunto; no precisamente porque nos consideremos presa de una tendencia natural a la deshonestidad; entre otras razones, porque tendríamos que estar reunidos todo el tiempo y porque nos veríamos enredados, enzarzados en largas discusiones.

Entonces confiamos el cuidado del tesoro común  a uno de nosotros para que se dedique con plenitud a la tarea; sería óptimo que eligiéramos a alguien que aparenta reunir los requisitos del buen administrador. Si nuestra sociedad es democrática, la elección del administrador la haríamos por votación incluyente (votan todos los asociados), igualitaria (una persona un voto) y secreta. Hasta sería posible que haya personas que compitan para ser favorecidas con la elección, por ejemplo, porque tienen vocación por servir. Cada una de esas personas intentará ganar nuestra confianza mostrando su plan de trabajo y convencernos de que el propio es el mejor.

Con la confianza le damos autoridad, facultades para que pueda administrar el patrimonio comunitario. Pero también le damos instrucciones y le ponemos límites y reglas. La obligación del administrador, correlativa a esa confianza, es la de realizar su trabajo en provecho del conjunto. Que ha actuado así, es algo que tiene que demostrar de tanto en tanto. En los momentos señalados en las instrucciones, tendrá que informarnos con claridad a todos nosotros, reunidos en asamblea, qué hizo con nuestros recursos. Le damos autorización para gobernarnos, no para ocultarnos información. Cuando informa, cuando muestra los resultados de su gestión el administrador está rindiendo cuentas. Nos está presentando la memoria y el balance de su gestión en un período, digamos un año. Las instrucciones que le damos al administrador, los límites y las reglas que le imponemos, la rendición de cuentas que aquél debe hacernos, constituyen controles. Es posible que antes de que suceda todo eso, un grupo de nosotros haya sido seleccionado por la asamblea de asociados para hacer el seguimiento de la gestión del administrador y la revisión de su memoria y balance.

En esta relación entre nosotros y el administrador hay control y controles. El administrador tiene autoridad y ello le da el control de la cosa administrada. Los asociados establecen controles para cerciorarse de que el administrador ha respondido a la confianza depositada en él.

Finalmente, estamos hablando de confianza. Es bueno que en las sociedades haya confianza, que haya personas en quienes se pueda confiar, personas que sean confiables, personas a las cuales otorgarles la dignidad de representarnos. La confianza hay que ganársela. Inicialmente, con buenos antecedentes, con propuestas y proyectos atractivos, y luego sostenerla en el tiempo mostrando, con claridad y oportunidad, qué valor hemos creado como contrapartida de la confianza “invertida”.

En las sociedades políticas y democráticas hay electores (que dan un voto de confianza) y representantes a los que se eligen para dirigir los destinos de la comunidad, de la nación; hay un constitución política que establece las reglas de organización y ejercicio del poder; hay autoridad y controles: autoridad para gobernar a la misma sociedad y controles para incentivar a los representantes a gobernar en provecho del conjunto y obligarlos a mostrar los resultados de su gestión.

No habrá buenos gobiernos, gobiernos confiables, sin buenos controles; y no habrá buenos controles con ciudadanos desatentos, inactivos y desinteresados en cuanto a los asuntos de la polis. Porque los controles más eficaces sobre un gobierno están precisamente en la sociedad; ésta los hace efectivos por medio del voto y, entre elecciones, participando en asociaciones civiles y audiencias públicas, informándose del funcionamiento del gobierno a través de los medios de comunicación, recurriendo a las oficinas especializadas con denuncias y quejas sobre el quehacer estatal.

Los políticos que interpretan la representación como “usted vote y váyase a su casa hasta la próxima elección” tienen en mente extender  por el conjunto social el modelo de “ciudadano delegante y ausente”. La ausencia del ciudadano permite la expansión, dentro del cuerpo del Estado, de dos “virus” letales para el desarrollo democrático y humano: el “clientelismo” y el “patrimonialismo”.

Hugo Quintana