Publicado en el suplemento

Acciones para la Participación Ciudadana, en Diario Perfil

Gisela Galimi tiene 55 años. Nació en Lobos, donde vivió gran parte de su vida antes de mudarse a la Ciudad de Buenos Aires. En el currículum de su vida dice que es periodista y escritora. También, mamá y abuela. 
En sus pergaminos exclusivamente profesionales, apunta que escribió dos libros relacionados con la comunicación y cinco de poesía. A esos hay que sumar Una palabra tuya bastará para sanarnos, publicado en 2022, en el que cuenta su relación con la lepra, una enfermedad con la que convivió durante ocho años.

- ¿Cuándo y cómo te diagnosticaron?
Tenía 11 años y manchas rojas en el cuerpo, de la cintura para abajo. Eran grandes, difusas. Primero me llevaron a un médico para ver si era algo relacionado con la circulación sanguínea y luego, a un dermatólogo en la Ciudad de Buenos Aires. Él me derivó al doctor (Carlos Fernando) Gatti, quien hizo el diagnóstico. Pero a mí no me contaron que tenía lepra. Así empezó todo el camino.

- ¿En qué momento te enteraste de que lo que tenías era lepra?
A los 20 años, cuando estaba curada. Durante ocho años tomé antibióticos y otros medicamentos. La doctora Graciela Pizzariello, a quien que conocí cuando falleció Gatti, me dijo que había llegado el momento de que supiera que había tenido la enfermedad de Hansen. No sabía qué era. Y me dijo que tuve lepra. Mi mamá se emocionó, se puso a llorar. Yo le decía que no llorara, que ya estaba curada.

- ¿Te molestó que tus padres te lo hayan ocultado?
Me criaron con tanto amor que no podía reprochar nada. Es una palabra maldita la lepra. Trataban de protegerme del qué dirán. Siento mucho agradecimiento por lo que hicieron. De hecho, lo detectaron temprano. Ellos estaban atentos, eran muy amorosos. Entiendo que era estigmatizante la enfermedad, y lo sigue siendo. Tal es así que cuando hice el libro, la gente no me quería contar su caso, me costó mucho encontrar testimonios.
Una sabe que el silencio también tiene sus contras. Es un efecto colateral menor, pero las tuvo.

- ¿Qué contras tuvo en tu caso?
Yo decodifiqué mal la mirada triste de mi mamá. Pensé que me miraba así por fea y gorda. Interpreté así la compasión de su mirada. Con los años, pude poner esto en palabras. La enfermedad sigue teniendo esa cosa culposa. Hasta el ‘60, si tenías lepra, te metían en un leprosario. Para no contagiar, el modo era el aislamiento. Actualmente, la lepra se cura en seis meses con antibióticos. Pero quedó con mala fama.

- ¿Te dejó secuelas?
Tengo un pedacito muy chico del antebrazo izquierdo sin sensibilidad, es apenas. Lo mismo en el empeine del pie izquierdo. Me ayudó a darme cuenta de la importancia que tiene la sensibilidad no solo física, sino espiritual. Sirve para cuidarnos. 

- ¿Sufriste discriminación en la escuela por las manchas que tenías?
Para nada. Eran manchas grandes, pero sutiles. Solo se ponían coloradas en determinadas situaciones. Sigo en contacto con mis amigas del colegio. Cuando fueron a la presentación del libro, algunas de ellas se acordaban de las manchas, pero muchas otras no. 

- Para escribir el libro, fuiste al Hospital Sommer. ¿Cómo viviste esa experiencia?
Fue como enfrentar un pasado posible. Más allá de que tuve suerte por la familia en la que crecí, no se qué habría pasado si hubiera nacido 30 años antes. Fue, al mismo tiempo, una especie espanto y de encuentro. Hablé con pacientes que tomaban la misma medicación que yo, que tenían evidencias similares. Hay una especie de hermandad, de haber compartido cosas. Uno conoce pares del dolor o de la cura

- ¿Cuál es el mensaje que tenés para dar como paciente que se curó?
Voy a contestar con algo que me dijo un colombiano que tuvo lepra. Cuando le pregunté si la gente lo había discriminado, me dijo: “No, al contrario, los que me querían, me quisieron más”. El mensaje es ese. Ante cualquier vulnerabilidad, me gustaría que podamos construir juntos un mundo donde al otro lo queramos más. Mi experiencia con la lepra tampoco fue tan grave. Todos tienen la palabra como maldita. Me gustaría invitarlos a que se animen a nombrarla.