Democracia y control
El 10 de diciembre de 1983 se completaba la recuperación de las instituciones de la democracia. Ese día llegaba a la presidencia de la República el doctor Raúl Ricardo Alfonsín. El camino de la restauración democrática se había empezado andar poco tiempo antes con las elecciones generales del 30 de octubre de aquel mismo año.
En su discurso de asunción ante la Asamblea Legislativa, todavía recordado por su carácter fundacional y axiológico, el Presidente Alfonsín desplegó una lista de los requisitos que, de ahí en más, deberían ser observados para asegurar el constante fortalecimiento del sistema institucional que se estaba inaugurando. Dijo entonces, entre otras cosas: “La democracia no se establece solamente a través del sufragio ni vive solamente en los partidos políticos. La democracia necesitará que el conjunto de la sociedad exprese aún las temáticas específicas desde el compromiso representativo y republicano”. En varios sentidos, este requisito permanece parcialmente insatisfecho.
El compromiso representativo sigue siendo principalmente la responsabilidad de ejercer el derecho de votar. El voto es uno de los instrumentos más visibles y emblemáticos de una democracia. Según Giovanni Sartori la votación es la expresión del conjunto de la opinión pública y, a la vez, un medio de hacer que un gobierno sea sensible y responsable para con esa opinión pública. Las elecciones brindan a los ciudadanos el derecho de revalidar una autoridad o de castigarla negándole el voto y depositándolo a favor de una oferta alternativa.
El compromiso republicano es la reivindicación del deber ciudadano de interesarse e informarse sobre la marcha del gobierno y de los asuntos públicos. Esas son las bases mínimas para poder controlar y votar con propiedad y libertad. Si los gobiernos desconfían de la intermediación mediática, de su objetividad e imparcialidad, tienen la oportunidad de convertirse en una “casa de cristal”, permitiendo que el ciudadano puede ver y analizar, de primera mano, las “entrañas” de sus administraciones. La revolución de las comunicaciones que estamos viviendo habilita un canal amplio y profundo para vehiculizar el conocimiento ciudadano de los negocios públicos.
Los ciudadanos no pueden gobernar directamente, pero sí pueden controlar al poder por sí mismos. Los políticos que interpretan la representación como “usted vote y déjenos trabajar” tienen en mente extender por el conjunto social el modelo de “ciudadano delegante y ausente”. Precisamente, es todo lo contrario del comportamiento civil que sería necesario guardar para tener más y mejor democracia.
El control sobre el gobierno es lo que diferencia a la democracia de los regímenes autoritarios o dictatoriales. Y los diversos controles democráticos constituyen los distintos instrumentos que garantizan que, de uno u otro modo, los gobernantes deban rendir cuentas. Entre esos instrumentos se cuentan a los organismos técnicos especializados instalados al interior del Estado. A veces se los llaman contralorías, otras tribunales de cuentas, otras auditorías.
Durante los primeros diez años de nuestra actual democracia ese tipo de control fue llevado adelante, en el ámbito del gobierno federal, por el Tribunal de Cuentas de la Nación. Cuando se restaura la democracia en 1983, el Tribunal de Cuentas ya estaba en funcionamiento y continuó operando con sus autoridades y estructuras. Paradoja del destino, el Tribunal de Cuentas fue creado por un gobierno de facto (1956) y disuelto por uno constitucional (1993). Atravesó las vicisitudes y disrupciones institucionales realizando un trabajo razonablemente decoroso. Es historia conocida que lo sucedió, en el plano del control externo, la Auditoría General de la Nación, que goza de abolengo constitucional desde 1994.
Más allá de lo acertado e impecable que pudieran ser el nombre, el diseño y el montaje de los instrumentos y estructuras, el hecho es que finalmente el desarrollo del sistema de control estará subordinado al desarrollo del sistema político. Necesariamente avanzará si mejora la calidad de éste e inevitablemente retrocederá si el sistema político se degrada. La calidad del sistema político está en proporción directa con el grado de involucramiento ciudadano.
Sería óptimo que, en el colectivo ciudadano o en una franja significativa de este, se diera una conciencia más amplia y permanente sobre la necesidad de tener buenos controles. Ello significa, en gran medida, contar con organismos estatales especializados en auditoría y fiscalización, independientes, profesionalizados, enfocados en asuntos importantes, examinando e informando con oportunidad y dotados de facultades para hacer valer y respetar sus observaciones y recomendaciones. Todo ello en un contexto de creciente mejora institucional.
Como hace 36 años, y como seguramente será por siempre, la vitalidad y el perfeccionamiento de la democracia requerirán de la renovación y el cumplimiento efectivo del compromiso representativo y del compromiso republicano.
Mientras transitamos un momento difícil de la pandemia provocada por el Covid- 19 parece descontextualizado darse un espacio para la reflexión en torno de esas cuestiones principistas. Sin embargo, la actitud de los ciudadanos y de las oficinas de control asignadas de comprometerse activa y oportunamente en el seguimiento y observación de las medidas oficiales relacionadas con la emergencia sanitaria pueden contribuir, para bien del mismo gobierno, a garantizar su eficacia y a evitar las desviaciones y abusos administrativos.