Los artículos y elementos descartables se convirtieron en el sello distintivo de la cultura del consumo, en la que el acto efímero de usar y tirar acompaña un ritmo de vida tan vertiginoso como perjudicial para el planeta. Vasos, cubiertos, servilletas, bolsas, guantes, ropa y hasta artículos electrónicos son fabricados bajo la premisa de ser desechados luego de ser utilizados, sin reparar en las consecuencias: un objeto usado por única vez puede tardar siglos en degradarse. 

La producción masiva de plástico comenzó hace siete décadas, logrando reemplazar objetos de vidrio, madera o cuero –que eran reutilizables– con estos elementos “descartables” elaborados a gran escala y bajo costo de producción. El llamado “boom del plástico” se volvió un boomerang que empezó a demostrar graves consecuencias para nuestra salud y la del medio ambiente.

Esta preocupación llegó hasta las Naciones Unidas en 2005, cuando a través de la UNESCO se proclamó el 17 de mayo como “Día Internacional del Reciclaje” para generar mayor conciencia en torno a las consecuencias negativas que traen estas prácticas de producción y consumo masivos, y promover un cambio de comportamiento que busque aplicar lo que se conoce como “las tres R”: reducir, reutilizar y reciclar.

En Argentina, 8 de cada 10 personas consideran que debería ser obligatorio reciclar.

Un estudio realizado por Opinaia para la asociación civil Ecoplast demostró que, en Argentina, 8 de cada 10 personas consideran que debería ser obligatorio reciclar. Sin embargo, el informe –publicado en septiembre de 2022– revela que no todos cuenta con información y herramientas suficientes para hacerlo: si bien el 64% de los consultados separa los reciclables al momento de tirar los residuos, el 83% de los que no lo hacen manifiesta dificultades o impedimentos relacionados con la falta de información, infraestructura o tiempo para hacerlo.

Más allá de la voluntad individual, iniciativas colectivas o normativas estatales que busquen promover el reciclaje, la raíz del problema está en el volumen de producción, lo que sumado a cuestiones como el tamaño reducido, la ligereza y la limitada reciclabilidad de algunos materiales –como el plástico– tornan muy dificultosa la tarea de tratarlos en una planta de reciclaje.

Aglomeraciones gigantescas de plástico conforman verdaderas islas en nuestros océanos; aves, delfines, ballenas y tortugas marinas son mutilados o aparecen muertos a consecuencia del plástico y se ha detectado la presencia de microplásticos en el agua y alimentos que consumimos. Un estudio realizado por World Wildlife Fund plantea que las personas estamos consumiendo alrededor de 2.000 pequeñas piezas de plástico por semana, lo cual implica que “en promedio una persona podría ingerir aproximadamente 5 gramos de plástico cada semana, el equivalente al peso de una tarjeta de crédito”.

Si este es el estado de situación, parece que el reciclaje no es la solución. Por ello muchas asociaciones y personalidades expertas en la materia promueven adoptar la economía circular, consistente en un modelo de producción y consumo que busca maximizar el uso de los recursos al mismo tiempo que minimizar los residuos. Lo cierto es que a través del reciclaje sólo podemos estirar el ciclo de vida del material, pero esto tiene un límite en el tiempo. Es necesario cortar de raíz con esta problemática, a través de iniciativas conjuntas entre el estado, la sociedad y el sector privado que generen un cambio de paradigma y comportamientos para vivir en un mundo más sostenible y responsable.