Ética del control público
La Auditoría General de la Nación (AGN) ha sido noticia en estos últimos días por una rencilla entre sus dirigentes. En el fondo, esa pendencia es una diferencia de criterios en torno de lo que debe ser y hacer la entidad de control del Sector Público Nacional. Cuando la organización y el funcionamiento de esa entidad están ganados por el partidismo, el perdedor es la auténtica misión del control público. Vamos a tratar, con buena fe, de poner las cosas en su debido contexto.
La AGN nace el 1º de enero de 1993 con la Ley Nº 24.156. La reforma de la Constitución Nacional de 1994 la incluyó en su texto (artículo 85), previendo que el Presidente de la entidad sería nombrado a propuesta del principal partido de oposición en el Congreso. De acuerdo con la Ley Nº 24.156, la AGN es el órgano rector del sistema de control externo, cuyo principal ámbito de aplicación está constituido por los actos y operaciones de las dependencias del Poder Ejecutivo. Organismos como la AGN hay en casi todas partes del mundo, y se los denomina genéricamente “Entidad de Fiscalización Superior (EFS)”. Para cumplir este rol, dicha ley ha dotado a la AGN de personería jurídica propia y de independencia funcional. La citada reforma constitucional, al hacer el reconocimiento de una AGN con autonomía funcional, sustentando con sus dictámenes el examen y la opinión del Poder Legislativo, ha colocado su status institucional en un nivel superior. Esto no es un cambio menor, meramente formal, sino todo un salto cualitativo. Que un organismo de control goce de autonomía funcional significa que tiene libertad y competencia para determinar el curso de sus actividades y programarlas de acuerdo con su mandato legal.
El artículo 85 de la Constitución Nacional se hace eco de la noción pura del principio de la separación de poderes: el auténtico auditor es el Poder Legislativo. Sin embargo, la concreción de esta noción ideal es confrontada por la realidad político-institucional de esta época. Es de toda evidencia la fuerte correlación que se da en las democracias actuales, y con más nitidez en las parlamentarias, entre el Poder Ejecutivo y la mayoría en el Congreso. La línea divisoria ya no está trazada entre el Parlamento en su conjunto y el Poder Ejecutivo, sino entre la oposición parlamentaria, por un lado, y el Poder Ejecutivo y el partido del oficialismo gobernante representado en el Parlamento, por la otra.
“Debido a este cambio en la realidad constitucional, no llama la atención que los miembros del Parlamento que representan a los partidos gobernantes rara vez tienen el valor requerido para soportar las críticas manifestadas por la EFS, y ni siquiera para emplear el arsenal existente de instrumentos parlamentarios con el propósito de controlar y/o sancionar al Gobierno. Por lo tanto, sigue correspondiendo primordialmente a la oposición parlamentaria el asumir los informes de la EFS y utilizar los resultados y críticas que contienen como arma que pueden emplear no sólo en el debate parlamentario sino también en el contexto de otras cuestiones de política nacional. Si el Gobierno lograse ejercer sobre la EFS una influencia basada en el predominio de su mayoría parlamentaria, la auditoría gubernamental se convertiría así en indirectamente dependiente del poder ejecutivo” (Franz Fiedler, ex Presidente del Tribunal de Cuentas de Austria). La actual confusión –y no separación- de poderes, verificable principalmente en la supremacía del Poder Ejecutivo sobre el Legislativo, habla de la necesidad de acordar más, y no menos, independencia a la EFS. Esta necesidad es comprendida y atendida en los sistemas políticos donde los congresos no funcionan como meras “cámaras de inscripción”.
Tampoco el organismo de control externo tiene que ser un instrumento al servicio exclusivo de la oposición. Aunque se dé un buen grado de convergencia de intereses entre la auditoría gubernamental y la oposición política, no por ello el punto de vista de ésta debe informar, por entero, la elaboración del plan de acción de la entidad. El control no es sólo oposición; el control socialmente útil es el que contribuye a desarrollar un Estado y una administración pública que producen más y mejores bienes y servicios para sus ciudadanos. Es una valencia del control que tienen que apreciar todas las partes en juego: oficialismo y oposición. Será necesario que ellas, con toda la objetividad que puedan, identifiquen líneas de interacción y de cooperación entre la EFS y el Parlamento. Ni la EFS debe cerrarse a la comprensión de la racionalidad política, ni la política debe intentar dominar absolutamente la dirección, el alcance y el contenido de las actividades de aquélla. No es incompatible con la autonomía funcional reconocida a una EFS que el Congreso le formule demandas de trabajos específicos, pero ello sin menoscabo de su libertad para decidir el modo en que desempeñará sus tareas.
Para que el organismo de control externo haga trabajos e informes útiles tiene que ser independiente. La existencia, en su seno, de una plantilla “meritocrática” y estable jugará a favor de la independencia de criterio, y será determinante para que los órganos políticos se comporten con rigor a la hora de seleccionar a los funcionarios de conducción superior de la función de control.
Los ciudadanos tienen derecho a conocer cómo se gestionan los fondos que ellos ponen en manos de las administraciones públicas. La difusión amplia, clara y oportuna del trabajo de control colabora directamente con el ejercicio de ese derecho y puede estimular a la sociedad a indagar aún más sobre la forma en que se manejan los negocios públicos y a exigir rendiciones de cuentas a los que tienen la obligación de hacerlo.
Las buenas prácticas que debe observar una EFS en materia de independencia y comunicación están incluidas en el Código de Ética de la profesión de control público, sancionado por la Organización Internacional de Entidades Superiores de Fiscalización (INTOSAI). Nos informamos por el preámbulo del Código que la EFS de Argentina, esto es, la AGN, formó parte de la comisión redactora del documento. De ahí recogemos, y volcamos acá, algunos conceptos que vienen al caso, como ser:
“Es esencial que los auditores no sólo sean independientes e imparciales de hecho, sino que también lo parezcan”.
“La independencia de un auditor podría verse afectada por haber trabajado recientemente en la entidad fiscalizada; o por relaciones personales o financieras que provoquen conflictos de lealtades o de intereses”.
“Es importante que los auditores conserven su independencia con respecto a las influencias políticas”.
“Cuando los auditores se dediquen, o estudien la posibilidad de dedicarse, a actividades políticas, tengan en cuenta la forma en que tal dedicación podría afectar –o parecer que afecta- su capacidad de desempeñar con imparcialidad sus obligaciones profesionales”.
“Los auditores deben evitar toda clase de relaciones con los directivos y el personal de la entidad fiscalizada y otras personas que puedan influir sobre, comprometer o amenazar la capacidad de los auditores para actuar y parecer que actúan con independencia”.
“Los auditores no deberán divulgar informaciones que otorguen ventajas injustas o injustificadas a otras personas u organizaciones, ni deberán utilizar dicha información en perjuicio de terceros”.
Hugo Quintana