En esta parte del mundo la prédica que nos invita a achicar el estado (que, recordémoslo, irrumpió como dogma oficial durante los años del terrorismo de estado y que se acompañaba con un atractivo corolario: agrandar la nación) fue inclusive acogida con beneplácito por la mayoría de las coaliciones gobernantes y un sector mayoritario de la intelectualidad y los políticos del progresismo que creyeron en un rapto de imperdonable ingenuidad- que el pregonado ocaso estatal abriría las puertas a la dinámica expansiva y virtuosa de los mercados a la vez que  precipitaría el proporcional fortalecimiento de la sociedad civil.

La historia, madre de toda teorización sobre lo social, refutó implacablemente estas ocurrencias, pues sería exagerado considerarlas como teorías. Lo que en verdad pasó lo puso en evidencia la actual crisis general del capitalismo: los estados de los países avanzados lejos de debilitarse o de cederle su lugar y sus funciones a los mercados hicieron exactamente lo contrario: se fortalecieron, si bien por la vía de un gravísimo endeudamiento, y extendieron el ámbito de sus intervenciones a los efectos de enfrentar la crisis.

Más allá del hecho de que esta movida no haya tenido hasta ahora los resultados esperados (y es poco probable que las cosas vayan a ser distintas en los próximos años) lo cierto es que el protagonismo de los estados lejos de menguar no hizo sino agigantarse, desairando las especulaciones de los analistas que hasta hace poco entonaban los himnos fúnebres con los cuales se despedía a los estados nacionales. En Estados Unidos, por ejemplo, esta reafirmación de lo estatal dio pábulos a una increíble campaña de la derecha radical, emblematizada en el Tea Party, que acusó al presidente Barack Obama de conducir al país al comunismo.

Lo que en realidad hizo Obama, y con él todos los gobiernos del mundo desarrollado, fue acudir en auxilio del capital socializando sus pérdidas y evitando el efecto dominó de una serie de quiebras que sí hubieran puesto en graves problemas al capitalismo como sistema. En suma: fortalecimiento del estado para controlar y corregir los efectos desquiciantes de los mercados, imponer salvajes ajustes, controlar la protesta de los trabajadores y recomponer las ganancias de las empresas. En la periferia capitalista, en cambio, la crónica debilidad de nuestros estados nacionales ha permitido como en el caso de la Argentina- la perniciosa extranjerización de la cúpula empresaria que opera en el país (aproximadamente, las dos terceras partes de las mayores empresas son extranjeras) y el mantenimiento de un régimen tributario sumamente regresivo que retroalimenta la debilidad estatal.

Si en algo se fortalecieron nuestros estados fue en su capacidad represiva, nada más. El problema trasciende pues lo epistemológico. No se trata de refutar ocurrencias disparatadas sino de ser concientes de que sin un estado fuerte, sólido financieramente, correctamente organizado y con servidores públicos bien remunerados y jerarquizados ningún esquema económico, sea capitalista o socialista, puede funcionar. Y la víctima de esa malfunción no es el teórico refugiado en su gabinete universitario sino la población y, muy especialmente, los sectores populares, tradicionalmente vulnerables ante los impactos del ciclo económico. Es por ello que necesitamos más estado y, sobre todo, un mejor estado.