Esta nueva oleada se monta sobre una escalada de presiones de larga data, que se acentuaron durante la campaña por las elecciones presidenciales del año pasado y que redoblaron su ímpetu en el balotaje -cuando Roussef derrotó por escaso margen a Aécio Neves- y que a los pocos días de su victoria tuvo que resignar a manos de sus rivales en la compulsa electoral la presidencia del Banco Central, la Cancillería y los estratégicos ministerios de Hacienda, Desarrollo y Asuntos Agrarios. Una victoria pírrica que, en los hechos, deshizo el veredicto de las urnas para instalar en Brasilia un elenco cuyo proyecto político nada tenía que ver con el de la presidente.

El escándalo del petrolão se suma a lo anterior y ya ha involucrado a los presidentes de la Cámara de Diputados y el Senado y, más recientemente, al Tesorero del PT. Hasta ahora, aparte de los funcionarios de la estatal brasileña, los políticos involucrados son 13  senadores, 22 diputados y 2 gobernadores, todos ellos en funciones. Pero, hay fundadas sospechas de que una trama de corrupción de tamaña magnitud, que asciende por lo menos a 4.000 millones de dólares en los últimos diez años, seguramente debe tener muchas más personas involucradas. Hasta el momento el foco de la investigación judicial fue puesto en el funcionariado de Petrobrás y del sector público, amén en la clase política, pero es solo cuestión de tiempo para que numerosos agentes del sector privado comiencen también ellos a desfilar por los estrados judiciales. 

Las manifestaciones de la oposición, que se escenificaron en casi todas las grandes ciudades brasileñas, escalaron el tono de sus protestas hasta llegar a niveles insospechados, que constituyen verdaderos disparates. La prensa hegemónica se esforzó por acrecentar sus números, hasta hablar de dos millones de manifestantes, cifra que es rotundamente desmentida por varias fuentes que, aún así, reconocen que las marchas movilizaron mucha gente. Hubo en ellas reiteradas invocaciones a las fuerzas armadas para que irrumpieran en el proceso institucional y pusieran fin al supuesto tránsito hacia el comunismo en que Dilma se empeñaba, según sus alucinados críticos, en conducir el país. No sólo esto: hay numerosos testimonios gráficos en donde los manifestantes solicitaban el intervencionismo militar pero redactados en idioma inglés, en una suerte de subrepticia invitación a las fuerzas armadas estadounidenses para acudir al rescate de Brasil.

En este clima ideológico, de extrema intransigencia y polarización política en donde, además, las diferencias de clase se superponen casi milimétricamente con la condición étnica, blancos = ricos; negros y mulatos = pobres, muchos en la oposición se ilusionan con un rápido impeachment que clausure definitivamente el ciclo político iniciado por Lula en 2002. Pese al avanzado grado de fisiologismo que caracteriza al Congreso de Brasil (expresión que en ese país denota el alto grado de volatilidad de las lealtades de los parlamentarios, que pueden llegar a ocupar su curul en nombre de un partido y, cuando las conveniencias lo aconsejen, pasarse al contrario) parece altamente improbable llegar a los dos tercios requeridos para destituir a Dilma. Además, suponiendo que tal cosa llegara a ocurrir, la reacción de los petistas y, sobre todo, del pueblo que fue beneficiado por las políticas de inclusión puestas en marcha por Lula, podría no ser la resignación sino la protesta y, de ese modo, provocar el incendio de una reseca pradera social signada por siglos de opresión y resentimiento étnico, una recurrente pesadilla de las clases dominantes brasileñas. Por eso, el juicio político a Dilma sería jugar con fuego y podría desencadenar un proceso exactamente contrario al soñado por los entusiastas manifestantes del domingo.